Las brujas se reunieron en el castillo de piedra, en donde la princesa Leonor había vivido a lo largo de su vida, siendo custodiada por un viejo dragón.
Por el acantilado que bordeaba la fortaleza yacían los esqueletos de cientos de caballeros que perecieron en combate, tras intentar rescatar a la “damisela en apuros” de aquel oscuro lugar. Pero la realidad es que a ella no la secuestraron, sino que la resguardaron en el castillo para protegerla de los templarios, quienes veían con malos ojos a las mujeres vestidas de negro y que practicaban la magia prohibida.
La princesa Leonor, quien acababa de cumplir los dieciocho años, se encontraba sentada en su trono bañado con la sangre negra extraída del rey demonio, a quien las brujas habían derrocado desde hace siglos para tomar el control del reino de los sueños y las pesadillas.
Tanto la princesa como las brujas actuales eran descendientes de ese aquelarre y, como dictaba la tradición, debían coronar a la heredera al trono cuando cumpliera la mayoría de edad para, así, garantizar la estabilidad del reino.
— ¡Su alteza! ¡Su alteza! – gritaron las brujas, al verla en el trono - ¡Pronto será la reina de las brujas! ¡Ya no será necesario que aquel viejo dragón la proteja!
La princesa esbozó una pequeña expresión de tristeza con sus labios, que contrastaba con sus fríos ojos rojos. Desde pequeña, el único paisaje que conocía era el que veía a través de las ventanas del castillo, el cual consistía en una larga extensión de tierra negra, rocas vacías y un cielo cubierto por nubes grises. No importara si era de día o de noche, el cielo nunca cambiaba.
Sin embargo, el viejo dragón cambiaba su panorama gris por una más alegre. Era su única luz, su compañero leal, quien estuvo con ella desde antes de su nacimiento. No quería deshacerse de él ni aunque la coronaran como la reina.
Las brujas, intuyendo sus pensamientos, le dijeron:
— Alteza, el dragón ya está muy viejo, ha cuidado de su madre y la madre de su madre desde el inicio de los tiempos. Es hora de dejarlo descansar, él sabe que usted ya podrá prescindir de sus servicios y fortalecer la barrera protectora para que nunca más los caballeros pasen por este lugar.
— Aun así, no estoy conforme – dijo la princesa Leonor, mientras se acariciaba la punta de sus cabellos – el dragón es mi único amigo. No me malentiendan, ustedes son geniales y las considero mis hermanas, pero el dragón… él me vio nacer, incluso me gustaba cuando se lucía delante de mí al destripar a esos intrépidos caballeros que osaban invadir mi morada. Vivimos muchas aventuras juntos, por eso siento que esta coronación será un momento agridulce para mí. ¿Quién estará respaldándome en mis travesuras? ¿Qué haré cuando traspase las barreras del sueño onírico para conocer el mundo? Y lo más importante, ¿a quien curaré sus heridas causadas por intentar protegerme de los caballeros? Ojalá existiese alguna magia que me permita extender la vida de mi mejor y gran amigo por la eternidad.
Las brujas se miraron entre sí. A pesar de haber desentrañado los misterios del universo, nunca lograron extender la vida de un ser vivo más allá de sus límites. El viejo dragón, que dormitaba al costado del trono, lanzó un pequeño quejido por el dolor de sus huesos desgastados. Le apenaban verlo así, ya que escucharon varias historias sobre él y lo describían como una grandiosa criatura.
Sin embargo, la princesa Leonor era la única que lo seguía viendo así, pese a todo. Sabían que ella era muy obstinada y no descansaría hasta hallar una buena solución a su dilema.
Entonces, una de las brujas dio un paso al frente y dijo:
— Alteza, se me acaba de ocurrir una idea: ya que no podemos extender una vida ni resucitar a los muertos, quizás podamos acelerar el proceso de la reencarnación de su alma y, así, lograr que su amigo siga a su lado, pero con la forma de otra criatura.
Tanto la princesa como las brujas abrieron los ojos de la sorpresa. Tenían entendido que un alma reencarnaba cada cien años, pero nunca se imaginaron que podrían acelerar ese proceso recurriendo al cosmos. Conocían un ritual, pero era bastante complejo de llevarlo a cabo. Necesitaban al menos unas cien brujas dispuestas a cortarse las venas y bañar el cuerpo de un ser vivo a punto de fallecer con su sangre. Muchas terminaban muriendo a causa del desangrado, pero las pocas que sobrevivieron narraron esa experiencia como aterradora.
La princesa Leonor, sabiendo las consecuencias de ese ritual, les dijo:
- Me sería grato que mi amigo me acompañara para siempre bajo el aspecto de otro ser vivo, pero no quiero sacrificar la integridad de mis hermanas. Debe haber otra solución.
- Podemos llevar sacos de sangre de reserva – propuso otra bruja, quien también dio un paso adelante – hemos vigilado a los caballeros que intentaron “rescatarla” del dragón desde hace años y nos fijamos que, muchos de ellos, se transferían la sangre para evitar morirse desangrados. ¿Qué tal si hacemos lo mismo para cuando debamos cortarnos las venas?
— ¿Pero qué clase de magia es esa? – se preguntó la princesa, en voz alta – Además, ¿desde cuándo los caballeros la practican? ¡Los tiempos han cambiado!
— No es magia… precisamente – dijo una tercera bruja – escuché que ellos lo llamaban “ciencia” y creen que esa “ciencia” es la clave para descubrir el misterio del universo, por lo que la han estado perfeccionando mientras nosotras nos resguardamos de ellos en este reino, desde hace siglos.
— Así es – dijo otra bruja – ellos piensan que, al transferirse la sangre entre ellos con la “ciencia”, podrán dominarnos algún día. ¡Qué ilusos!
— Sin embargo, sería un buen método para sobrevivir al ritual – dijo la bruja que dio la idea – si conseguimos acelerar el proceso de reencarnación del alma del dragón, a la vez que nos transferimos la sangre durante el proceso, lograremos sobrevivir.