El Trotamundos

Prologo

Esta historia trata sobre un trotamundos... pero no uno cualquiera.
Él no viaja por ciudades, países o continentes. No. Este tipo recorre mundos. Realidades distintas. Dimensiones paralelas. Universos con sus propias reglas, peligros y rarezas.

Y ahora mismo, está en el peor de todos.

Nos encontramos en un aula de colegio, en medio de la noche, iluminada apenas por la luz mortecina de la luna que se cuela por las ventanas rotas. Las paredes están sucias, cubiertas de marcas de manos ensangrentadas. El aire es espeso, huele a humedad, miedo y muerte. Afuera, se escuchan los lamentos guturales de los muertos vivientes.
Y dentro, escondido entre pupitres volcados y mochilas abandonadas, está él… nuestro protagonista.

—Pará, narrador. ¿No es mejor si cuento yo la historia?

—Solo estoy dando la introducción...

—Sí, sí. Pero no es lo mismo leer que vivirlo. Dejame a mí. Yo sigo.

Mi nombre es Peter… o Pedro, para los que me conocen de este lado del mundo.
Tengo una habilidad rara, casi absurda: cada vez que me duermo, despierto en un mundo distinto.
No es una metáfora, ni un sueño lúcido, ni un delirio psicodélico. Es real.
Este ya es mi… ¿quinto mundo? O cuarto. No lo sé, los días se mezclan cuando saltás entre realidades cada vez que cerrás los ojos.

—Es el quinto.

—¡Bueno, el quinto! No interrumpas.

Esta vez, terminé en una pesadilla. Todo empezó cuando una farmacéutica intentó crear la vacuna definitiva: una sola dosis para curar diabetes, cáncer y hemorroides. Sí, todo junto. ¿Quién demonios pensó que eso era una buena idea?
La distribuyeron gratis, como si fuera la salvación. Pero algo salió mal. Muy mal.
La gente empezó a enfermar. Luego a morir. Y después... a levantarse.

Lo de siempre: caos, gritos, sangre, colapso social. En menos de dos semanas, el 85 % de la población había desaparecido, y el resto solo intentaba sobrevivir.

¿Y yo? Encerrado en un aula, rodeado de zombis, buscando a una niña que, claramente, no está aquí.

Apilé sillas, escritorios, incluso un viejo armario frente a la puerta. Pero no sirve de mucho: los zombis están golpeando con fuerza, una y otra vez.
El sonido de sus uñas rasgando la madera me taladra los oídos.
Estoy sudando. Estoy cansado. Estoy... harto.

Tengo el último cigarrillo entre los labios. Me arde la garganta con cada calada.
La pistola que robé a un guardia de seguridad apenas tiene balas. ¿Seis? Tal vez menos.
Miro mis manos. Están sucias, rasguñadas. La sangre seca me tira la piel.
Estoy solo. Y a punto de rendirme.

Entonces, un ruido. Lejano, pero claro. Un bocinazo.
Me acerco a la ventana. La luna ilumina un vehículo que irrumpe en el patio como un animal furioso.
Una camioneta modificada, reforzada con planchas de metal, púas en el parachoques y ruedas gigantes, atraviesa la horda de zombis como si fueran cartón mojado.
El sonido de los huesos triturados y la carne estallando contra el chasis me devuelve la esperanza.

—Es hora de irnos —murmuro, mientras ato una cuerda a mi cintura y el otro extremo a una vieja cañería oxidada.

—Ojalá esto aguante...

Los golpes en la puerta se hacen más violentos. Se oye un crujido. Están entrando.

—¡Nos vemos en el infierno, idiotas! —les grito, levantando el dedo del medio mientras salto por la ventana.

Estoy en el tercer piso. El viento me sacude la cara. La cuerda se tensa. Camino por la pared como un improvisado alpinista, mientras los zombis, torpes y desesperados, se lanzan detrás de mí como si pudieran volar.

Pero la cuerda se raja. Un quejido metálico, una vibración, y…

¡CRAC!

Caigo. Fuerte. Pero por milagro, aterrizo sobre un montón de cadáveres frescos.

—Esto es... asqueroso —digo, escupiendo un pedazo de algo que no quiero identificar.

Los zombis me rodean, hambrientos. Uno se abalanza. Otro gruñe a centímetros de mi cara.

Y entonces, luces. Otra bocina.
¡BOOOOM!
La camioneta regresa, haciendo trizas a los no-muertos con sus ruedas reforzadas. El motor ruge como una bestia.

—¡Subí de una vez, maldita sea! —grita el conductor, asomando la cabeza por la ventanilla.

—Ese es Walter. Un tipo malhablado, imprudente, y con menos tacto que una patada en los huevos. Pero es leal. Muy leal.

—¿¡A quién llamás imprudente, pedazo de...!?

—¡Ya voy, ya voy!

Subo a los tumbos a la parte trasera, jadeando. Ahí está Clara, sentada junto a una manta que cubre algo enorme.

—Hola, Pete. Llegaron los refuerzos. Necesito probar esta belleza...

—Ella es Clara. Dulce, amable... y completamente desequilibrada.

—Oh, sí, nena —dice, retirando la manta con un brillo psicótico en los ojos—. ¡Prueben el dulce sabor de estas balas, zombis de mierda!

Debajo hay una ametralladora Gatling, montada en un trípode, soldada al piso de la camioneta. Clara la hace girar con una risa adorable. Las balas silban, los cuerpos estallan. La furia de Clara es más letal que cualquier virus.

—¡Agárrense, esto va a estar peor que un rally en el infierno! —grita Walter, haciendo derrapar la camioneta mientras salimos del colegio.

Y ahí estoy yo, cubierto de tripas, oliendo a pólvora y a miedo, agarrado a la estructura como si fuera una montaña rusa mortal.
Y pienso: mis ángeles guardianes. Me han salvado en más de un mundo.
Aunque ellos no son los únicos… faltan dos más.

Pero seguro te estás preguntando cómo llegué a todo esto.
¿Cómo alguien como yo —un oficinista común, soltero, fanático de los videojuegos y del delivery— terminó en un mundo plagado de zombis, con la ropa hecha jirones, un arma en la mano y más sarcasmo que ganas de vivir?

Bueno…
Supongo que tenemos que volver al principio.
Al mundo cero.
Al mundo original.




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