Para alguien como yo, decir “Mundo 0” es como decir “mi historia de origen”, ¿no? Pero, la verdad... no me resulta interesante ahora. Solo voy a contar cómo comenzó todo.
Solía ser un oficinista común y corriente. Trabajaba en la parte contable de una multinacional. Traje, corbata y siempre frente a una computadora. Sin chances de ascenso. Sin motivación. ¿Por qué soportaba ese infierno? Simple: tenía esposa e hija. Ellas eran mi cable a tierra. Mi luz en medio del gris. Mi razón para soportar todo.
…
Perdón. No puedo seguir. Te cedo la palabra, narrador.
Después de la pandemia de COVID, a su esposa e hija les diagnosticaron una extraña enfermedad. Les recomendaron mudarse a un clima más frío. Incapaces de abandonar el país, se trasladaron al sur de Argentina, casi al fin del mundo: Tierra del Fuego. Gracias al home office, Peter pudo seguir trabajando para la empresa. Por un tiempo, la vida fue más sencilla… hasta que la enfermedad empeoró. Y con ella, también su mundo. Ambas murieron. Y con ellas, su corazón.
Intentó seguir adelante, pero la vida ya no tenía sabor. El sarcasmo y el humor ácido se convirtieron en su máscara para no desmoronarse. Pero incluso la máscara empezó a agrietarse cuando la misma enfermedad tocó su puerta. Una tos seca, constante, como si hubiese fumado desde la cuna. A veces, escupía sangre. Varios médicos lo vieron, pero ninguno supo diagnosticar qué lo afectaba. Y si seguía el mismo patrón que su esposa e hija… eso era solo el principio.
Un día, en un bar, buscando consuelo en una cerveza tibia, un viejo se acercó a hablarme.
—Oye, muchacho. En tu mirada se nota que tu vida fue aplastada por un camión —dijo. Tenía barba blanca y una mirada cálida, casi de abuelo navideño.
—No lo entenderías —respondí sin mucho interés, apenas levantando la vista.
—Has perdido mucho. Eso sí puedo entenderlo. Yo también perdí.
—No importa. Ya no falta mucho para que me reúna con ellas.
—¿Tan mal estás?
—Te quedás corto.
—¿Qué enfermedad tenés?
—Eso es lo más divertido —dije con una sonrisa falsa—. Nadie lo sabe. Si al menos tuviera un nombre, sabría cuánto me queda.
—En este país no hay forma de ayudarte… Pero conozco un lugar. En Canadá. Un centro de investigación que recibe casos raros. Tal vez puedan ayudarte. O ayudar a otros.
El barman le acercó una bebida. El viejo la alzó con calma.
—Canadá… No creo que sea mi tipo de lugar. Y dudo que me puedan salvar.
—Tal vez no se trate de salvarte. Tal vez se trate de que ayudes tú. Si logran entender tu caso, podrían encontrar una cura. Para otros.
—Ya dejé de creer en milagros —me levanté, dejé dinero en la barra. Antes de irme, el viejo me detuvo y me entregó una tarjeta.
—Si cambiás de idea, ahí está la dirección. Cuanto antes vayas, más posibilidades de hacer la diferencia.
Ahora sigo yo.
Recuerdo a ese anciano. Era como Santa Claus en esa película vieja… ¿Milagro en la calle 34? Algo así.
Los días siguientes fui como un zombie. La rutina me consumía. Apenas comía. Apenas dormía. Solo quería que todo terminara. Pero no terminó.
Y entonces, ¿qué hace un tipo que ya no tiene nada por lo que vivir, con la tarjeta de un desconocido en el bolsillo?
Claro. La opción más lógica: vender mi casa, mis muebles, el auto, todo… comprar una casa rodante y empezar una absurda aventura sobre ruedas. Desde el fin del mundo hasta Canadá, en ruta. Porque, claro, si de verdad quisiera ayudar, tomaría un avión. Pero no. Prefería alargar el sufrimiento. Y si la muerte me encontraba antes de llegar, bienvenida sea.
La idea era simple: viajar hasta quedarme sin dinero, parar en ciudades, hacer trabajos ocasionales para pagar nafta, arreglos, comida, lo básico. Eran casi 20.000 kilómetros. Y el dinero de la indemnización no iba a alcanzar.
Se estima que un viaje así toma entre seis y doce meses. Para mí… fue mucho más.
Porque algo cambió en el camino.
Fue en una ciudad extraña del norte argentino, por Salta, cerca de la frontera. Acababa de terminar un trabajo como ayudante de albañil. Estaba volviendo a mi casa rodante para descansar, y ahí los vi: dos chicos, una nena y un nene, de unos 10 o 12 años, jugando en la puerta.
—Che, ¿pueden irse a jugar a otro lado? —les dije.
Y entonces…
—Hermano —dijo la niña, sin siquiera mirarme—, para ser alguien que está por morir, alargás bastante el viaje.
—Exacto, hermana —dijo el nene—. Eligió el camino más largo para no llegar.
—¿Disculpen?
—Estamos hablando de vos, Pedro —me miraron a los ojos. Sentí un escalofrío que me recorrió entero.
—¿Cómo saben mi nombre? ¿Qué quieren?
—Sabemos todo.
—¿Por qué estás acá?
—¿Qué te trajo?
—¿Por qué murió tu familia?
—¿Por qué seguís vivo?
—¿Quiénes son ustedes? –dije molesto
—Yo soy Chamuel —dijo la niña.
—Y yo, Zadkiel —dijo el niño.
—Con esos nombres, está claro que sus padres los odiaban.
—Nuestro padre es el mismo que el tuyo, Pedro. Y te necesita.
—Para empezar, me llamo Peter. Estoy yendo a un lugar donde nadie dice “Pedro”. Y segundo, soy hijo único, gracias.
—No hablamos de tu padre biológico —dijo Chamuel—. Hablamos del verdadero padre. El que está en el cielo.
—Ahhh, ese padre… Decile que gracias por aparecer ahora y no cuando más lo necesitaba.
Entré en mi casa rodante sin esperar respuesta. Pero ahí estaban. También adentro.
—El Padre te necesita. Y nosotros, como sus mensajeros, debemos darte el mensaje.
—Él te necesita. Y vos también lo necesitás a Él.
—¿Cómo entraron? ¿Quiénes son? ¡Mensajeros de Dios! Solo recuerdo a tres arcángeles.
—Te falta cultura.
—Somos siete hermanos. Los siete mensajeros.
—Supongamos que les creo… ¿qué quiere Dios de mí?
—¡Un avance! Entonces podemos decir que aceptaste.