Mundo 1: Todos los caminos conducen a Roma
Capítulo 1: Apparatus Excitatio - Despertar de engranajes
Esa noche, mientras cocinaba un arroz blanco y unos huevos revueltos en su vieja casa rodante, Peter murmuraba para sí con el ceño fruncido. Revolvía los huevos con tanta fuerza que más parecía estar castigándolos.
—¡Claro que me voy a quejar! —rezongaba, hablando al aire como si el mismísimo Dios pudiera escucharlo—. Ese Dios que me abandonó, que me quitó todo lo que me hacía feliz… ahora quiere mi ayuda. ¿Y encima me manda a esos dos mocosos raros? —tiró el arroz en el colador con brusquedad, el vapor le nubló los anteojos—. Ponete en mi lugar, narrador. ¿Cuánto desarrollo de personaje me quieren meter? ¿No tuve suficiente tragedia?
Lo que Peter no sabía era que Dios, incluso en el más profundo silencio, jamás abandona su plan.
—Sí, sí… claro. “Dios tiene un plan para todos”. Esa me la sé —bufó mientras se sentaba frente a su laptop—. Mi único plan esta noche es comer viendo un capítulo de mi k-drama, llorar por los personajes ficticios y dormir. Ese es un plan realista.
Y así lo hizo. Comió, se limpió la boca con una servilleta grasienta, apagó todas las luces, cerró el camión por dentro y se dejó caer en su cama. Cerró los ojos sin sospechar que lo que vendría no sería descanso… sino combate.
Apenas se quedó dormido, abrió los ojos en otro lugar. El calor lo golpeó como una pared invisible. Estaba tirado boca arriba sobre una tierra rojiza, caliente y polvorienta. Al incorporarse, notó que sus ropas habían desaparecido: sólo llevaba una especie de taparrabos de cuero viejo y unas sandalias desgastadas. La luz dorada del sol caía de lleno sobre una estructura gigantesca. Estaba dentro de un coliseo.
Pero no uno común.
Las gradas estaban abarrotadas de figuras extrañas: seres con togas y piezas metálicas injertadas en el cuerpo, hombres con engranajes en el lugar de sus ojos, mujeres que exhalaban vapor por la espalda. Gritaban en una lengua desconocida, agitando dispositivos que zumbaban y silbaban. Entre el polvo, tambores empezaron a sonar. Graves. Repetitivos. A cada golpe, el suelo vibraba.
Peter bajó la vista. En su cintura colgaba una espada corta: una gladius romana, oxidada pero aún afilada. A su alrededor, docenas de personas —hombres y mujeres, igual de confusos— se levantaban del suelo sin entender qué hacían allí. Todos compartían la misma miseria: medio desnudos, desorientados… y aterrados.
Una puerta gigantesca al otro lado del coliseo comenzó a abrirse lentamente, emitiendo un chirrido espeluznante. El sonido metálico de engranajes oxidados acompañaba el proceso. De allí emergieron cuatro carruajes romanos tirados por caballos mecánicos: bestias de bronce con ojos de lámpara y cascos que despedían chispas al trotar. Detrás de ellos, seis autómatas humanoides descendieron con movimientos espasmódicos. Eran altos, casi dos metros, con rostros lisos y espadas de bronce que zumbaban con energía interna. Vapor salía de sus articulaciones como si fueran dragones industriales.
El combate fue inmediato. Las máquinas cargaron sin piedad.
Peter apenas tuvo tiempo de levantar la espada antes de que un autómata corriera hacia él con velocidad inhumana. En un instante, una hoja brilló en el aire y se dirigió directo a su rostro…
…y despertó.
Se levantó jadeando, empapado en sudor, sentado en su cama, aún dentro de su camioneta. Se tocó el pecho, los brazos. Todo estaba en su lugar. Y sin embargo, sentía la tierra polvorienta en la planta de los pies.
—¿Pero qué carajo fue eso...? —murmuró, mirando alrededor—. Hace años que no tenía un sueño tan realista…
Fue por un vaso de agua, pasó al baño, intentó calmarse.
Pero al volver a dormir, el mismo escenario lo recibió.
Esta vez, ya no hubo introducción: se encontraba en plena pelea, corriendo por su vida. Las máquinas lo perseguían, lo acorralaban, lo mataban. Espadas, lanzas, explosiones. Una y otra vez. Cada vez que se dormía, volvía a la arena. Distintas muertes. Mismo final.
Y siempre, justo antes del golpe final, una palabra resonaba en su mente:
—Itera.
Despertaba agitado. A veces gritando. Hasta que, agotado y frustrado, abrió su laptop y empezó a buscar:
—Cómo... matar... autómatas... romanos... de vapor... —susurró mientras tipeaba—. Es la única opción que me queda, narrador. ¿Vos sabés lo que es morir tantas veces? ¡Ya siento sabor a hierro en la boca! Y NO HAY SANGRE.
Leyó algo en un foro steampunk: los autómatas suelen tener un núcleo de energía central conectado por un cable desde la columna. Si se corta, se desactivan. Tomó nota mental y volvió a dormir.
Esta vez, en la arena, Peter se movió con rapidez. Buscó entre los cadáveres y encontró dos gladius. Cuando uno de los robots lo detectó, lo provocó y lo llevó hacia una de las paredes. En el último segundo, giró bruscamente, haciendo que el autómata se estrellara. Aprovechó la distracción, vio el cable en su espalda, y —como si usara una tijera gigante— cortó el conducto con ambas espadas. El autómata cayó al suelo con un chasquido sordo.
¡ZAS! Un símbolo de engranaje incandescente se encendió brevemente en su antebrazo izquierdo, para luego desvanecerse. Peter lo observó con desconcierto.
—¿Qué carajo fue eso ahora? ¿Un logro desbloqueado?
Peter repitió la táctica. Una vez. Dos veces. Tres. Hasta que, finalmente, una alarma estridente sonó. El público estalló en vítores metálicos. La pelea había terminado.
Pocos sobrevivientes quedaron. Algunos lloraban. Otros simplemente caían de rodillas. Pero uno llamó su atención.
Una joven mujer, delgada y pálida, con el pelo cubriéndole medio rostro, estaba sentada sobre una pila de autómatas destruidos. Sostenía una maza de acero tan grande como su propio cuerpo con la misma facilidad con la que alguien sostiene una mochila. Su mirada atravesó a Peter como una cuchilla helada. Él sintió un escalofrío inmediato. Algo en ella lo perturbaba. No parecía asustada. Parecía aburrida.