El pasillo de piedra y vapor conducía a una enorme sala circular. Las paredes, revestidas en mármol y cobre, emitían destellos pulsantes de energía que iluminaban símbolos romanos grabados a fuego. El aire olía a aceite, metal caliente… y algo más. Algo antiguo. Como si los siglos habitaran en ese lugar.
Peter caminaba detrás de la joven extraña que aún no le había dicho su nombre. Sus pasos eran decididos. La enorme maza descansaba sobre su hombro como si no pesara nada, y su cabello despeinado dejaba entrever, por momentos, unos ojos claros y distantes, cargados de una tristeza contenida.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó Peter, intentando sonar tranquilo.
—En Roma Nova. El último bastión del Imperio. O al menos, eso dicen —respondió ella con voz apagada, sin siquiera volverse—. Aquí no gobierna un emperador. Aquí gobierna una máquina.
Peter frunció el ceño.
—¿Una máquina? ¿Tipo una IA? ¿Un sistema automatizado? ¿O estamos hablando de un tostador homicida?
Ella se detuvo en seco. Lo miró por primera vez y una sonrisa minúscula, casi imperceptible, cruzó su rostro.
—Hablamos de Julio César. O de lo que queda de él.
Dejó su gran maza a un costado.
La sala se abrió hacia un balcón desde donde se veía una ciudad subterránea. No estaban en Roma Nova propiamente dicha, sino debajo de ella, en el pueblo donde vivían los esclavos y desechados del sistema. Por encima, techos de cristal y bronce dejaban ver el cielo artificial: una cúpula de engranajes que imitaban constelaciones, girando lentamente en sincronía mecánica. Dirigibles flotaban entre columnas espirales, conectadas por puentes suspendidos, donde soldados con armaduras vaporosas patrullaban en silencio.
—Cada vez que nos toca luchar, nos acercamos un poco más a la libertad. La supervivencia es obligatoria —dijo ella, caminando entre callejones donde niños con prótesis jugaban con esferas de energía—. Es una prueba. No sé quién la impuso… pero cada vez que sobrevivimos, ganamos un día más.
Peter observaba con asombro. Nunca había sentido tanta vida en un lugar tan frío y mecánico. No eran zombis tecnológicos. Eran humanos… modificados. Algunos con apenas un brazo metálico. Otros completamente fusionados con maquinaria. Carne y engranajes en una danza forzada.
—¿Cómo te llamás? —preguntó finalmente.
Ella se detuvo frente a un templo construido con engranajes, tubos neumáticos y pilares de hierro pulido. Giró apenas el rostro.
—Clara.
—Yo soy Peter. Aunque… creo que ya lo sabías.
Ella no respondió. Empujó una pesada puerta de acero decorada con grabados de dioses luchando contra legiones romanas. Dentro, un gigantesco busto de Julio César los observaba desde lo alto. Sus ojos parpadeaban como cámaras, analizando en silencio. Alrededor, reliquias extrañas: espadas flotantes suspendidas por campos magnéticos, cascos que murmuraban en lenguas olvidadas, y una cápsula de vidrio dentro de la cual algo palpitaba… vivo y metálico a la vez.
—¿Eso es…?
—Un dios. O lo que queda de uno. Lo llamaban Vulcano. Lo encerraron aquí cuando la ciencia reemplazó a la fe. Pero su conciencia sigue viva… conectada al núcleo de Roma Nova.
Peter se acercó. El latido era rítmico. Casi humano. Casi orgánico.
—¿Quién hizo esto?
—Julio César. Cuando fusionó su cuerpo con la máquina, desterró a los dioses. Los llamó errores de un pasado supersticioso. Pero no pudo destruirlos. Así que los encerró. Como baterías.
Peter sintió un escalofrío.
—Esto es más grande de lo que pensaba…
—Mucho más —dijo Clara—. Y apenas empieza. Porque uno de los dioses logró escapar. Y está tratando de apagar el núcleo.
—¿Y eso es malo?
—Es muy malo… al menos para las máquinas. Si el núcleo se apaga, Roma se derrumba. Literalmente. Y con ella, este mundo de metal y aceite.
Peter la miró fijo.
—Entonces tenemos que ayudarlo, ¿no? Al dios que se escapó…
Clara negó lentamente.
—No tan rápido. Primero, tenemos que entender por qué lo hace. Y si no nos mata antes… tal vez podamos hablar con él.
Un zumbido profundo sacudió las paredes. Desde lo alto del templo, el rostro de César se iluminó por completo y una voz metálica, profunda, comenzó a resonar:
“Detección confirmada. Subiectum anomaliae detectum. Unidad no registrada: incompatible. Procedere cum contenciónem.
Sujeto anómalo identificado. Iniciando protocolo de aislamiento.”
—¡Corre! —gritó Clara, tomándolo del brazo.
Puertas blindadas comenzaron a cerrarse con estrépito, como un mecanismo de defensa que llevaba siglos esperando activarse.
Peter no sabía qué estaba pasando.
Pero sabía algo con certeza: su aventura recién comenzaba.