El Trotamundos

Capítulo 3: Spiritus Fragmentatus – El eco del dios caído

Las sirenas mecánicas sacudían la bóveda subterránea como aullidos de lobos de acero. Luces rojas destellaban en los túneles mientras compuertas ciclópeas bajaban con estrépito tras el paso de Clara y Peter. El suelo vibraba, y el aire se llenaba de chispas e hilillos de vapor que cortaban la respiración.

—¡Más rápido! —ordenó Clara, aferrando su maza con una mano y el brazo de Peter con la otra.

Doblaron un corredor donde sendas de tuberías siseaban como víboras. Un par de centinelas autómatas surgió del techo, desplegando cañones neumáticos. Clara los derribó de un mazazo antes de que apretaran el gatillo; los cascos de bronce rodaron por el piso levantando un eco hueco que se perdió en la marejada de alarmas.

Peter no quiso mirar atrás. Veía, sin embargo, sombras alzarse en los muros: la silueta de alas metálicas, el destello de filos calentándose al rojo. Parecía que todo Roma Nova se hubiese girado contra ellos.

—¿A dónde vamos? —jadeó.

—A los santurarios olvidados. Donde el Imperio esconde lo que teme —respondió ella sin detener el paso.

Atravesaron un arco con relieves de Marte y Minerva fundiéndose en engranajes. Más allá, un tobogán espiral los hizo descender hasta que la luz roja se transformó en penumbra verdosa. Llegaron al borde de un lago subterráneo que burbujeaba con azufre y aceite.

Clara extrajo una piedra luminosa de su bolso. Al rozar el agua, un puente de placas hexagonales emergió, engranaje tras engranaje, hasta formar una pasarela. Se adentraron sobre el líquido hirviente; un vaho sulfuroso les cosquilleaba la garganta. A mitad de camino Peter distinguió, bajo la capa turbia, figuras encadenadas: torsos colosales recubiertos de bronce, quizá más dioses aletargados en el fondo.

—¿Todos… prisioneros? —susurró.

—Alguno despierto. La mayoría atados al vapor eterno —respondió Clara—. El Imperio necesita su poder, pero le teme a su voluntad. Por eso nos usa a nosotros: gladiadores que, sin saberlo, abrimos cerraduras antiguas con nuestra sangre.

Del otro lado del lago apareció un portal semicircular: mármol carcomido, doce cabezas de laurel sosteniendo cadenas de energía azulada. Más allá aguardaba una caverna abovedada, silenciosa… salvo por un latido grave, metálico, como un tambor en el corazón de la tierra.

La Cámara de la Voz Quebrada era tan vasta que las paredes se perdían en la penumbra. En el centro, suspendido por columnas de luz, flotaba un cuerpo. Parecía humano, pero su carne estaba fusionada con placas de bronce y filamentos de cobre. Sus venas brillaban—literalmente—con un pulso ámbar. A su alrededor orbitaban fragmentos de máscaras, arpas partidas, martillos forjadores… trozos de culto olvidado.

—Él es Vulcanum Minor —explicó Clara en un susurro reverente—: un fragmento de Vulcano, desgajado para que el dios original no pudiera recomponerse.

Peter avanzó, fascinado y horrorizado. Cada latido del ser hacía parpadear inscripciones sobre los muros: fórmulas en latín que se volvían ecuaciones eléctricas y luego runas arcaicas.

—Siento… su voz… —murmuró. No era sonido: era una corriente de imágenes. Vio forjas encendidas, dioses encadenados, reyes humanos que ascendían sobre columnas de vapor; vio a Julio César conectado a un trono de engranajes, órdenes emitidas con lenguas de cobre; vio portales abiertos con sangre de gladiadores.

La corriente se volvió un cuchillo de dolor y cayó de rodillas. Clara lo sujetó.

—Respirá. Él comunica más de lo que una mente mortal soporta.

Se arrodilló junto a Peter y apoyó su maza en el suelo. El metal reverberó y, por un instante, el latido del dios se acompasó con el suyo. El cuerpo flotante abrió los ojos: un fulgor anaranjado como hierro al rojo. Sus labios se movieron:

Fractum… redintegrare… clavis…
(Roto… reconstruir… la llave…)

Una sensación se estampó en la mente de ambos: un mapa tridimensional de Roma Nova, rutas de energía convergiendo en un núcleo superior… y en un anillo exterior donde se forjaban armas. Entre ambos puntos parpadeó la silueta de un martillo quebrado.

Peter comprendió: el dios pedía su fragmento perdido—la llave para restaurar su conciencia—oculto en las Forjas de Guerra.

—Si lo ayudamos —dijo él, recuperando el aliento—, ¿qué pasa con la ciudad?

—Eso depende de nosotros —Clara apartó la mirada del dios—. Podemos guiarlo para que rompa las cadenas… sin destruirlo todo. O César precipitará un apocalipsis para evitarlo.

Un retumbar sacudió el piso. Runas de contención se encendieron en las columnas de luz.

—Nos rastrearon. —Clara se irguió—. Tenemos minutos antes de que lleguen unidades de captura.

Pasos metálicos repiquetearon en los túneles. Voces monocordes, mitad latín mitad binario, anunciaban su proximidad:

Subiecti devium! Praeparate ad immobilitatem. Halt and comply.

Peter echó un vistazo a la techumbre: un túnel estrecho ascendía en caracol. Clara golpeó una palanca: una plataforma subió con un quejido, apenas cabían de pie.

—¿Confías en mí, Trotamundo? —preguntó mientras tiraba de él.

—A esta altura, sería tonto no hacerlo.

La plataforma trepó. Abajo, chorros de energía púrpura estallaron mientras centinelas irrumpían disparando dardos de luz. Uno impactó en la base; la máquina tembló, pero siguió ascendiendo hasta un respiradero circular.

Salieron a un corredor recubierto de hollín. El calor era insoportable. Desde lo alto de una claraboya se veía un resplandor naranja: la inmensa cúpula de las Forjas de Guerra.

—Ahí funden dioses en piezas de reemplazo —dijo Clara—. Y ahí forjan su propia destrucción.

Peter tragó saliva.

—Entonces vamos a buscar un martillo suelto… en el infierno.

Clara sonrió por primera vez; una mueca breve, cansada, pero esperanzada.

—Bienvenido al tercer desafío.

Detrás, las sirenas cambiaron a un tono más grave. Como si Roma Nova entendiera que algo vital estaba a punto de cambiar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.