El calor era insoportable.
Las Forjas de Guerra se abrían ante ellos como la boca de una bestia viva. Una cúpula colosal, de al menos cien metros de alto, contenía un crisol central donde ríos de metal fundido fluían como lava. En los muros, estatuas de centuriones fundidas con calderas observaban desde las alturas, eternos centinelas del Imperio.
Peter y Clara se desplazaban entre sombras, ocultos entre vigas, cadenas y plataformas móviles que se deslizaban como costillas móviles de una máquina viviente. Desde lo alto, el sonido de los martillos no cesaba: ritmos calculados, casi rituales, en los que cientos de trabajadores esclavos forjaban armas, armaduras, y fragmentos sagrados.
—¿Todos ellos son esclavos? —preguntó Peter, susurrando.
Clara asintió.
—Lo fuimos todos alguna vez. Aquí nacés para trabajar. Si fallás… reciclaje.
Peter frunció el ceño. No era solo la brutalidad. Era la perfección del sistema. Todo en Roma Nova estaba diseñado para que nadie escapara, ni siquiera los pensamientos.
Una plataforma descendió ruidosamente desde el techo. Encima, un hombre de piel oscura, brazos reforzados con acero negro, y un solo ojo brillante de color azul escaneaba el lugar. Llevaba un martillo de forja tan grande como él mismo.
—Ese es nuestro contacto —dijo Clara.
—¿Un aliado?
—Un herrero que recuerda cuando los dioses hablaban con voz propia.
Bajaron cuando la plataforma se detuvo. El hombre los vio sin sorpresa.
—Clara Ferrox… aún respirás. Milagro o desobediencia.
—Ambos —respondió ella.
—¿Y el humano?
—Un viajero. Necesita algo que vos guardás.
El herrero los estudió en silencio. Luego, señaló con el martillo una entrada lateral, custodiada por autómatas dormidos. Se adentraron en una sala más pequeña, una especie de taller abandonado. Allí, sobre una mesa, había un martillo partido en dos.
Peter se acercó. Sintió una vibración en la piel, como si algo en su interior respondiera a esa herramienta rota.
—Este es el fragmento —dijo.
—Sí —asintió el herrero—. Lo forjamos cuando aún se creía en los dioses. Cuando Vulcano pidió ser partido antes de ser esclavizado. Para recordar su voluntad.
Peter tocó el fragmento. Una descarga recorrió su brazo. Imágenes: fuego, cadenas, tronos, el rostro de César fundiéndose con cables… y Clara, de niña, llorando ante un altar destruido.
—¿Qué fue eso? —preguntó, retirando la mano.
Clara no respondió. El herrero, sí.
—El martillo guarda recuerdos. Fragmentos de conciencia. No es un arma. Es un eco.
—¿Y si lo unimos con el fragmento del santuario? —preguntó Peter.
—Despertará algo que dormía. Y atraerá lo que no debe despertar.
Un estruendo sacudió la sala. La pared opuesta se abrió como una flor de acero. Del otro lado, una figura gigantesca se materializó, caminando entre el vapor: armadura negra, capa de engranajes, y un rostro cubierto por una máscara blanca sin ojos.
—Centurión Primus —murmuró Clara—. El ejecutor de César.
—Clara Ferrox. Trotamundo. Vuestra existencia es una anomalía.
Su voz era múltiple. Como si cien voces hablaran al unísono desde radios viejas.
—Negarse a César es negar la continuidad —prosiguió—. El castigo es purificación.
—¡Corré! —gritó Clara, empujando a Peter mientras ella sacaba su maza.
El Centurión se movió como una tormenta. Su puño metálico destrozó la pared. Clara lo esquivó por centímetros. El herrero arrojó el fragmento del martillo a Peter, que apenas logró atraparlo.
—¡Llevá eso al corazón de Roma Nova! ¡Ahí despertará por completo!
—¿Y ustedes?
—¡Vamos a distraerlo! —gritó Clara, girando su maza con furia.
Peter dudó un instante, pero luego corrió.
Detrás, el rugido del metal contra el metal le recordó que el precio de la libertad, en ese mundo, se pagaba con fuego.
Peter subió por pasadizos, con alarmas reventando en cada dirección. El martillo vibraba en su mano, cada vez más fuerte, como si supiera que se acercaba al momento de su renacimiento.
Un holograma se encendió en medio del pasillo. Era él.
César.
Su rostro era una mezcla de mármol y circuitos, ojos de oro líquido y voz suave, paternal.
—No temas, viajero. El orden no es tu enemigo. Yo puedo darte lo que perdiste. A cambio… solo quiero tu ayuda.
—¿Mi ayuda?
—Desconectá a Vulcano. Él es caos. Yo soy futuro.
—¿Y el precio?
—Roma eterna. A salvo. Bajo mi mirada.
Peter alzó el martillo.
—Yo no vine a rendirme Skynet. Vine a despertar algo que olvidaron.
César sonrió.
—Entonces has elegido ser parte de la historia. En vez de escribirla, serás su advertencia.
La imagen se deshizo.
Peter, con el corazón latiendo como un tambor, corrió hacia la luz.
El corazón de Roma lo esperaba.
Y el dios… también.