Peter caminaba en silencio entre callejones angostos de la ciudad subterránea. El aire tenía olor a metal viejo, aceite reciclado y desesperación. Por las grietas del techo de bronce se filtraban tenues haces de luz artificial, como si el sol fuera una farsa mantenida a duras penas por engranajes oxidados.
Las calles estaban llenas de esclavos cibernéticos: hombres, mujeres y niños con prótesis rudimentarias, ojos reemplazados por lentes giratorios, corazones con válvulas externas. Vivían. Respiraban. Pero algo en sus miradas decía que no sabían por qué.
—Bien, Peter, estás solo, perseguido por un emperador cyborg y perdido en la Roma más distópica que alguien pudo soñar… Lo normal para un martes.
Intentó hablarle al narrador, pero no obtuvo respuesta. Solo silencio.
Se frotó la nuca, incómodo. Por un momento, creyó oír su voz interna de vuelta. Pero no… nada.
—Genial —murmuró—. Ahora ni el narrador quiere escucharme.
Avanzó por una avenida de piedra y vapor hasta que una gran estructura se alzó frente a él: un antiguo templo reconvertido en depósito. Columnas decoradas con tubos neumáticos, gárgolas con lentes ópticos, y en la cima, una bandera ondeando con el rostro de Julio César pixelado.
Cuando se acercó, una figura emergió de las sombras. Capa gris, botas cubiertas de hollín, y una maza gigante en la espalda. Clara.
—¿Qué…? ¿Cómo me encontraste?
Ella lo miró, seria pero sin dureza.
—No eras tan difícil de seguir. Dejaste un rastro de frases absurdas y preguntas en voz alta. Como siempre.
Peter sonrió.
—Supongo que eso es un superpoder también.
—No —dijo ella—. Es molesto. Pero útil.
Ambos rieron, aunque solo por un segundo. Clara se acercó al borde de una baranda de hierro. Desde allí, se veía el núcleo central de Roma Nova: un gigantesco cilindro de vidrio y cobre, que latía como un corazón mecánico. A su alrededor, flotaban plataformas móviles donde técnicos romanos con túnicas blancas y mochilas de vapor supervisaban miles de tubos energéticos.
—¿Sabes qué es eso, verdad? —preguntó Clara.
—El motor de esta locura… ¿Vulcano?
Ella asintió.
—Parte de él. Encerrado. Usado como batería viva. Como muchos otros.
Peter frunció el ceño.
—¿Y eso que me contaste del dios que escapó?
Clara señaló una grieta en la estructura del cilindro. De allí, brotaba una especie de niebla oscura, que parpadeaba como si estuviera viva.
—No fue una fuga. Fue un sacrificio. Él se dejó consumir por el sistema… para encontrar una salida.
Peter la miró, intrigado.
—¿Él quién?
—Hermes. El mensajero. Se infiltró en la red para buscar ayuda más allá de este mundo. Pero está perdiendo el control. Y si cae, arrastrará el núcleo con él.
—¿Y qué hacemos nosotros?
Clara lo miró fijamente.
—Tú, Peter, eres diferente. Puedes morir y regresar. Tienes una ventaja que yo no tengo.
Peter desvió la mirada.
—Sí, pero cada vez que muero… lo siento. Como si una parte de mí no regresara del todo.
Ella lo observó en silencio. Luego se acercó y puso su mano sobre su hombro.
—¿Sabes por qué estoy aquí todavía? —preguntó.
Peter negó.
—Porque no tengo opción. Mi misión no ha terminado. No puedo despertar… no hasta que este mundo esté en equilibrio otra vez.
—¿Y cómo sabés cuándo termina?
—Cuando deje de doler —susurró.
Antes de que pudiera responder, una alarma comenzó a sonar. Voces robóticas y humanas mezcladas en latín y español resonaban por toda la ciudad.
—“Periculum maximum. Núcleo en estado crítico. Acceso restringido. Subversivos detectados.”
—“Peligro inminente. Activando protocolo de defensa… Ave Caesar.”
—¡Nos descubrieron! —gritó Clara, sacando su maza.
Desde los callejones comenzaron a salir unidades centinela: figuras humanoides con cascos de bronce y lanzas eléctricas. Peter retrocedió, buscando algo que le sirviera de arma. Entre cajas, encontró una barra de acero medio doblada. No era una espada, pero serviría.
—¿Alguna idea brillante? —preguntó, mientras una descarga pasó rozando su oreja.
—Sí. Corre hacia el generador. Si llegás al panel de control, podrías desconectar a los autómatas por unos minutos.
—¿Y tú?
Clara giró la maza, con una sonrisa. Y por primera vez desde que Peter la conocía, esa sonrisa parecía… viva.
—Yo voy a hacerles recordar por qué el acero tiembla cuando me ve.
Saltó sobre una de las plataformas, destrozando al primer centinela con un solo golpe.
Peter tragó saliva y corrió hacia el núcleo, esquivando disparos. Mientras tanto, una parte de él, esa que había dejado de sentir esperanza tiempo atrás, empezaba a encenderse… como si los engranajes dentro suyo también despertaran.