El Trotamundos

Capítulo 7: In Inferis – En las entrañas del imperio

Las entrañas de Roma Nova no olían a gloria ni a progreso. Olían a óxido, a grasa rancia, a huesos quemados. Clara avanzaba con la maza al hombro como si no le importara el mundo. Peter, en cambio, no podía dejar de mirar las paredes vivas de la ciudad subterránea: tubos llenos de sangre, respiraderos que exhalaban vapor con gemidos, y puertas que abrían sus fauces como bocas mecánicas.

—¿Alguna vez te preguntaste si esto es real? —murmuró Peter.

—Todo lo que duele, lo es —respondió Clara sin girarse.

Peter quiso agregar algo más, pero una alarma se encendió en lo alto. Un sonido mezcla de campana de iglesia y bocina ferroviaria. Las luces giraron y desde el techo cayeron autómatas en forma de centuriones ciegos.

—¡Al suelo! —gritó Clara, estrellando su maza contra uno que caía.

Peter rodó por el piso, sacando la espada oxidada que aún conservaba. Pero no llegó a usarla. Clara ya había destrozado a cuatro enemigos en segundos.

—Yo me encargo del combate, tú encárgate de pensar —dijo mientras lanzaba un brazo metálico al pasillo.

—¡Perfecto! El nerd traumado se pone a filosofar mientras tú pateas traseros —bufó Peter—. Esto es como ser el sidekick de una mezcla entre Thor y Harley Quinn.

Ella se rió. Por primera vez.

—¿Thor? Nah... ese no tenía estilo.

Cuando el camino volvió a estar libre, avanzaron hacia un ascensor de vapor que los bajó a las zonas prohibidas: el Ciclo Internum, el núcleo de energía de Roma Nova.

Allí, en el centro de una cúpula gigantesca, se encontraba Vulcano, el dios del fuego, encerrado en un reactor de vidrio reforzado con inscripciones latinas y símbolos eléctricos. Era como un corazón vivo rodeado por anillos flotantes de metal incandescente. Ojos de plasma. Voz de trueno.

—Salve, trotamundos —dijo una voz profunda en sus mentes—. ¿Han venido a liberarme... o a matarme?

Peter tragó saliva.

—¿Ambas cosas están en la lista?

Clara se adelantó.

—Queremos saber por qué. ¿Por qué romper todo?

El dios respondió con un estruendo de energía:

—Porque este mundo se alimenta de nosotros. Yo fui el primero, el herrero. Me encerraron para forjar su imperio eterno. Pronto harán lo mismo con Minerva, con Marte, con todos. Y cuando no queden más dioses... buscarán almas. Ya lo están haciendo.

Clara retrocedió un paso. Peter lo sintió también: algo en las paredes... algo vivo. ¿Personas dentro de las máquinas? ¿O máquinas que creían ser personas?

—¿Qué pasa si te liberamos? —preguntó Peter.

—Roma caerá. El núcleo morirá. El emperador no puede existir sin mí. Pero tal vez, entre las ruinas, algo nuevo pueda crecer. Algo libre.

Un rugido metálico estremeció la sala. Desde lo alto descendía un trono dorado con patas mecánicas. Sentado, fusionado al metal, Julio César.

—No deben escucharlo —tronó con su voz digital—. Es el pasado. El error. La superstición disfrazada de mito. Roma es orden. Eficiencia. Eternidad.

—¿A qué costo? —dijo Clara, poniéndose en guardia.

Peter observó a los dos titanes frente a él. Uno, dios. Otro, emperador eterno.

Y en medio, él. Un tipo en pantalones de esclavo, con una espada oxidada y olor a arroz recalentado.

—Narrador... —dijo en voz baja, intentando romper la cuarta pared—. ¿Estás ahí?

Nada. Silencio.

—Genial. Me abandonaste justo en el clímax.

Y entonces lo entendió. Esa era su decisión. No habría voz externa, ni camino claro.

Solo dos opciones: preservar el mundo... o permitir que caiga para dar paso a algo distinto.

Clara lo miró.

—Elijas lo que elijas, te sigo.

Peter respiró hondo. Tenía que elegir pronto. Porque el emperador ya levantaba su brazo mecánico... y el dios comenzaba a liberar su fuego.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.