El Trotamundos

Capítulo 8: Ex Machina – Donde el fuego despierta

El emperador eterno se levantó del trono dorado. Sus piernas eran columnas de acero. Su espalda, un entramado de engranajes que giraban con ritmo imperial. Julio César, el cíborg, el dios máquina de Roma Nova, abrió sus ojos brillantes de neón rojo.

—Último aviso, trotamundos —tronó su voz metálica—. Da un paso más y pasarás a la historia como un traidor a la eternidad.

Peter tragó saliva. Ya no tenía excusas. No podía preguntarle al narrador. No podía salir del sueño con una muerte conveniente. No podía correr.

—Mirá, Skynet... —dijo levantando la espada de uno de los centuriones caídos—. A mí me gusta el caos... pero el tuyo es demasiado ordenado.

—Blasfemia detectada —gritó el sistema imperial—. Ejecutando sentencia.

Clara se adelantó, girando su maza con ambas manos, como si fuera parte de su propio cuerpo. El suelo tembló. Del techo descendieron soldados centurión, autómatas con lanzas eléctricas y escudos cargados con rayos.

—¡Peter, liberá a Vulcano! ¡Yo los detengo!

—¿¡Qué!? ¡Pero si vos sos la tanque!

—¡Y vos sos inmortal! ¡Dale, carajo! —gritó mientras saltaba al combate con una risa maníaca, finalmente dejando salir su verdadero yo.

La batalla fue brutal.

Peter corrió entre columnas, esquivando rayos y golpes. No era ágil, no era fuerte, pero no tenía que ganar, solo llegar. En el centro de la cúpula, el corazón de Vulcano latía dentro de la cápsula sellada. Tenía inscripciones en latín, marcas de runas y, al costado, una terminal vieja... con teclado.

—¡Oh no! ¡Un BIOS romano! —exclamó—. ¿Dónde está el botón de “liberar dios enlatado”?

Una lanza le atravesó el pecho. El dolor fue inmediato, ardiente. Cayó. Vio a lo lejos a Clara, bañada en aceite y sangre, destrozando autómatas como si fueran juguetes. Luego, oscuridad.

Despertó. De nuevo en el suelo de la sala. Otra vez. Otra muerte. El cuerpo en el sueño no tenía heridas. Pero él... sentía el ardor aún en el abdomen. Dolor fantasma.

—Ok… esto apesta.

Volvió a correr.

Esta vez, logró esquivar. Metió una secuencia improvisada de comandos: VULCANO.EXE –liberar núcleo –modo furia. La cápsula tembló. Se abrió con un estruendo de vapor.

Una llamarada de fuego puro, antiguo, volcánico, se expandió como una explosión inversa. Todo se detuvo.

Los autómatas colapsaron.

El emperador gritó.

Y Vulcano despertó.

La sala tembló. Las paredes se derritieron. El núcleo latió con fuerza. Peter apenas alcanzó a ver la figura del dios: un hombre gigantesco, forjado de lava y metal, con ojos que ardían como soles.

—Gracias, trotamundos —dijo con voz que hizo vibrar el aire—. Ahora Roma… caerá.

—¡Esperá! ¡Eso no suena como un final feliz!

—Los finales son para los cuentos. Tu eres un viajero. Tu sigues andando.

Una luz blanca lo rodeó. Clara apareció a su lado, con la ropa hecha jirones, riéndose como si acabara de ganar en un torneo de videojuegos.

—¿Listo para irnos?

—Ni idea de a dónde... pero sí.

Todo ardía.

Todo colapsaba.

Y entonces, un chasquido de energía, como si alguien hubiera desconectado un sueño.

Peter abrió los ojos.

Estaba de nuevo en su casa rodante, empapado en sudor. Se sentó en la cama y miró sus manos.

—No puede ser...

Se tocó el costado. No había herida. Pero el ardor estaba ahí.

Miró por la ventana. A lo lejos, un rayo caía en medio de un cielo despejado.

El mundo real... también estaba cambiando.




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