Capítulo 10: Caída al abismo
El impacto fue seco. Un golpe sordo, seguido de oscuridad.
Peter abrió los ojos. Todo le dolía.
—¡Otra vez no...! —murmuró con la voz ronca mientras se llevaba una mano a la cabeza.
Estaba tirado en un túnel angosto, metálico, con paredes oxidadas y húmedas. A su alrededor, tubos reventados dejaban escapar vapor caliente que le quemaba la piel cada vez que se movía. La caída había sido brutal.
Recordó vagamente estar caminando por un bosque extraño. Luego… un crujido, el suelo cediendo, y ahora esto.
—¿Dónde demonios estoy esta vez…?
Trató de incorporarse. Sus ropas eran las mismas del mundo anterior: harapos de esclavo, manchados de sangre y tierra. No había tenido tiempo de cambiarse ni procesar lo que pasó en Roma Nova. No hubo advertencia esta vez. Solo… un salto. O una trampa.
A lo lejos, un rugido sacudió el ducto.
—…dinosaurios. Claro. Porque no era suficiente con el steampunk —resopló—. ¡Ey, narrador! ¿Puedo al menos tener un equipo decente esta vez?
Nada.
El ducto comenzó a crujir. Algo se movía encima, algo enorme. Peter no alcanzó a reaccionar cuando una pata del grosor de un poste aplastó el techo desde afuera. El metal cedió y la estructura colapsó.
Oscuridad. Gritos. Un dolor agudo en el pecho. Y luego... nada.
Peter abrió los ojos en su casa rodante, empapado en sudor.
Se tocó el pecho. Seguía doliendo. El dolor fantasma era cada vez más real.
—Esto... esto fue distinto —susurró. No había batalla, ni arena, ni público. Solo un accidente. Una muerte repentina.
Se quedó mirando el techo durante minutos. No duró mucho. El sueño volvió a apoderarse de él. No podía evitarlo.
Y como un reloj...
Volvió a despertar. Esta vez, no en el ducto, sino... en un tren subterráneo.
Oscuro. Antiguo. Las luces parpadeaban. Estaba recostado sobre una camilla improvisada, con vendas en el brazo y un pequeño aparato médico sujetándole el pecho.
—¿Está despierto? —dijo una voz masculina, ronca.
Peter parpadeó. Tres personas lo miraban: un hombre con anteojos rotos, una mujer joven de trenzas y uniforme sucio, y un chico con una prótesis en el brazo izquierdo.
—¿Dónde… estoy?
—Te encontramos entre los restos del Ducto 14 —explicó la mujer—. Milagroso que siguieras con vida.
—Sí… milagroso —murmuró Peter.
—¿Cómo llegaste hasta allí? ¿Eres de otra ciudad?
Peter dudó. No tenía sentido inventar una historia ahora. No sabía las reglas de este nuevo mundo todavía.
—No lo sé. Me desperté ahí. ¿Qué es este lugar?
—Estás en Ciudad Subterra, uno de los últimos refugios humanos bajo el viejo continente. No sabemos cuántas más siguen en pie.
El tren chirrió. Bajaron por una compuerta metálica y Peter pudo ver por fin el entorno.
Era un gigantesco vestigio del pasado. Techos de concreto colapsados formaban cavernas naturales, iluminadas por generadores y luces recicladas. Había cultivos en terrazas, gente trabajando con herramientas hechas a mano, y niños corriendo entre los escombros.
Era un caos organizado. Una humanidad en ruinas, pero viva.
—Y arriba… ¿qué hay?
El hombre de anteojos lo miró con una mezcla de miedo y respeto.
—Arriba está el fin del mundo. Y las criaturas que lo dominan.
Peter asintió.
—Entonces supongo que me quedo un rato por acá… hasta que alguien me dé una misión suicida o algo parecido.
La mujer se rió, sin entender el tono.
—De hecho… quizás sí.
Peter suspiró.
—Por supuesto.