El comedor de Subterra estaba lleno de voces apagadas, platos metálicos y el constante zumbido de los generadores. Peter masticaba una mezcla extraña entre arroz reciclado y carne enlatada. No sabía si era res, dinosaurio o… mejor no pensarlo.
—¿Ya te dijeron qué eras antes de esto? —preguntó un adolescente con manchas de grasa en la cara.
—¿Antes de qué?
—Antes del accidente. Cuando te encontramos en el ducto. ¿Quién sos? ¿Qué hacías allá?
Peter lo miró un momento.
—Estaba soñando con un mundo donde el emperador es un cyborg romano que tiene a los dioses antiguos como baterías. Y después me caí por un agujero y terminé acá. ¿Te sirve eso?
El chico lo miró en silencio. Luego sonrió.
—Sos raro. Me gustás.
—Decímelo después de que me salves la vida, no antes.
El chico se presentó como Elías, uno de los aprendices de la Brigada de Exploración. Con apenas catorce años, ya había salido a la superficie más veces que la mayoría. Según él, lo importante no era la edad, sino cuántas veces habías vuelto.
Esa misma noche, Peter fue convocado por Mara, la mujer que lo había encontrado.
—Tenemos un problema —dijo ella sin rodeos—. La estación de control norte dejó de transmitir hace semanas. Era nuestra única vía para mantener la presión de los ductos de oxígeno. Si no la recuperamos, vamos a tener problemas graves.
Peter arqueó una ceja.
—¿Y cuál es el plan?
—Una expedición. Cortita. Entra, repara lo que se pueda, vuelve.
—Y por qué no van ustedes, que saben lo que hacen.
Mara lo miró fijo.
—Porque vos saliste con vida de la superficie. Porque no sabemos quién sos, ni por qué tenés el cuerpo intacto después de una caída desde doce metros. Porque algunos creen que vos no sos de acá.
Peter suspiró.
—No sabés cuán cierto es eso…
—Vamos al amanecer. Elías va con vos. Y otros dos más.
—¿Elías? ¿El pibito de los chistes raros?
—Él conoce mejor los túneles que nadie. Y está convencido de que vos tenés un propósito. Dice que tenés ojos de viajero.
—¿Qué significa eso?
—Nadie lo sabe. Pero cuando los niños dicen esas cosas, los ancianos escuchan.
Peter dejó el plato a un lado.
—¿Y si me niego?
—Podés quedarte. Pero al paso que vamos, en una semana no habrá oxígeno en este sector. Todos moriremos asfixiados.
Peter cerró los ojos. Sabía que no podía escapar de estas cosas. Siempre había algo. Siempre había una causa que lo buscaba, aunque no quisiera.
—Está bien. Vamos a salvar la estación —dijo con resignación—. Pero si aparece un T-Rex... yo corro primero. Después pienso.
Mara sonrió.
—Te va a caer bien el equipo. No todos los días uno sale a la superficie a buscar la muerte con humor.
Horas después, ya equipado con una mochila con linternas, una máscara de respiración, una especie de lanza eléctrica improvisada y un pequeño comunicador, Peter se reunió con el grupo.
Allí estaba Elías, sonriente como si fuese un paseo por el parque. Una mujer alta de piel oscura llamada Rina, que cargaba un rifle oxidado que parecía haber sido un poste de luz en otra vida. Y Sandro, un técnico nervioso, de manos temblorosas, con una caja de herramientas casi más grande que él.
—Listos para morir por el bien común —dijo Peter, ajustándose la correa del hombro.
—Eso decilo allá arriba —respondió Rina—. Abajo todavía podemos arrepentirnos.
El ducto que llevaba a la compuerta de salida era angosto, húmedo y oscuro. Las puertas se abrieron con un silbido pesado. Un túnel de concreto, como una garganta de metal oxidado, se extendía hacia arriba.
La compuerta final tenía un viejo símbolo militar. Dos palabras apenas visibles: PROTOCOLO EDÉN.
—¿Qué es eso? —preguntó Peter, señalando la inscripción.
Sandro palideció.
—Una vieja iniciativa... para recuperar la superficie. Fracasó.
Peter frunció el ceño.
—¿Y por qué estamos entrando por ahí?
Elías lo miró con una sonrisa.
—Porque nadie más se atreve.
La compuerta se abrió. El olor a selva, barro y aire puro los golpeó de lleno.
El mundo exterior los esperaba. Gigante. Despierto. Hambriento.
Y Peter, como siempre, maldijo en voz baja mientras salía primero.
—Una ciudad hundida. Un mundo con dinosaurios. Y encima con nombres bíblicos. ¿Me estás jodiendo?
—¿Decías algo? —preguntó Rina.
—Nada. Hablaba con mi conciencia.
—¿Y qué te dijo?
—Que estamos jodidos.