El amanecer teñía la selva con un brillo dorado. Desde lo alto de una torre derrumbada, Peter observaba las ruinas esparcidas como huesos gigantes. Entre ellas, una estructura destacaba: una torre de metal blanco, aún iluminada, como si nunca hubiera dejado de funcionar.
—Ahí —señaló—. Esa torre no pertenece a este caos. Tiene energía. Tiene… propósito.
Rina ajustó los binoculares y frunció el ceño.
—Es una de las Torres Atlas. Se suponía que eran centros de vigilancia satelital antes del colapso. Pero se perdieron todas las conexiones hace décadas.
—Entonces… ¿por qué sigue encendida?
Nadie respondió.
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El camino hacia la torre fue lento y peligroso. El grupo avanzaba por entre lianas y escombros, cruzando túneles rotos y techos colapsados. A cada paso, la vegetación se volvía más espesa, como si la selva no quisiera que llegaran.
—¿Te das cuenta que esto es una misión suicida, no? —murmuró Peter mientras apartaba una planta con espinas del tamaño de una daga.
—Bienvenido a la superficie —respondió Rina, sin detenerse.
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Al mediodía, llegaron a un claro artificial. El suelo estaba cubierto por losas metálicas, corroídas por el tiempo. La torre se alzaba en el centro, imponente. Aún funcionaban algunas luces, y un suave zumbido eléctrico flotaba en el aire.
—¿Y ahora qué? —preguntó Elías.
—Buscamos una entrada —respondió Rina.
Pero Peter ya la había encontrado.
Una compuerta abierta, con cables colgando. Reciente. Demasiado reciente.
Entraron con cautela.
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El interior parecía un hospital cruzado con una estación espacial. Pantallas encendidas mostraban mapas, datos en tiempo real, imágenes satelitales que aún funcionaban en algunas regiones. La instalación estaba viva. Y lo más extraño… limpia.
—¿Esto es un refugio? —preguntó Sandro.
—No… esto es un centro de control —murmuró Rina—. Pero no hay nadie.
—No exactamente —dijo Peter.
En una de las pantallas, una línea de texto comenzó a escribirse sola:
“NO ESTÁN SOLOS.”
El grupo retrocedió instintivamente.
—¿Quién escribió eso? —preguntó Elías.
—No fue un sistema automático —dijo Sandro, acercándose al teclado—. Alguien nos está observando.
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Una puerta lateral se abrió con un siseo. Más allá, una habitación circular. En el centro, una cápsula de contención vacía, rota desde dentro. A su alrededor, signos extraños tallados en el piso, como si hubieran sido grabados con fuego.
—Esto… esto no es ciencia —murmuró Peter—. Esto es algo más.
—¿Una criatura escapó? —preguntó Rina.
—No… —Peter tragó saliva—. Creo que alguien despertó.
En una consola cercana, un mensaje parpadeaba:
“Trotamundos… ya es hora.”
Peter se quedó helado. Rina y los demás lo miraron.
—¿Qué significa eso?
Peter no respondió. Por dentro, lo sabía.
No era el único.
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Desde la distancia, en otra ciudad subterránea olvidada, alguien miraba una pantalla antigua.
Una figura solitaria, rodeada de mapas, dibujos y fragmentos de tecnología. Sus ojos brillaban bajo la luz de un generador reciclado. Y su voz, casi inaudible, rompió el silencio.
—¿Finalmente… apareció otro?
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Peter salió al exterior. El sol comenzaba a caer. La torre, ahora más siniestra que imponente, seguía vibrando con energía desconocida.
—Sea lo que sea que había acá —dijo—, no se fue. Nos está esperando.
Rina lo miró con seriedad.
—Y si no es humano… no tenemos forma de detenerlo.
Peter miró sus manos. Todavía le temblaban. Pero por primera vez, sentía que había algo más allá del simple azar en sus viajes.
—Entonces será mejor que me prepare.
Y por dentro, una voz burlona resonó:
“Tranquilo, Peter. ¿Qué puede salir mal en una base secreta, abandonada, en medio de una jungla postapocalíptica, con criaturas mutantes sueltas y un posible trotamundos desconocido que puede matarte en cualquier momento?”
Silencio.
Peter se frotó la cara.
—Gracias por nada, narrador.