El último aleteo de mis mariposas

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Decidí enfocarme en los estudios y desenfocarme, lo más rápido que pude, de la imagen de un Javi que ya no reconocía. Un Javi que no me gustaba. Era extraño cómo alguien que había sido todo para mí, de repente, se sentía como un extraño. Como si nunca lo hubiera conocido realmente. Pero así estaba. Y yo necesitaba cambiar de página cuanto antes.

Afortunadamente, mis lazos con Elena y Vicente se hicieron más fuertes, casi sin darme cuenta. Nos habíamos convertido en inseparables. Un trío improbable, si lo piensas bien. Elena, con su vibra de niña hippie, siempre viendo la vida a través de un filtro de flores y colores pastel. Eso es lo que más me gustaba de ella, su capacidad para encontrar el lado bonito en cualquier cosa, incluso en los lunes por la mañana. Vicente, por otro lado, era todo lo contrario: más pijo que un anuncio de colonia, siempre tan pulcro, y con una inocencia que a veces me hacía preguntarme cómo había sobrevivido en el mundo. Aunque, ojo, también tenía un toque gruñón que nos daba más de una risa. Y luego estaba yo… Sofía la grunge, la perdida, la que buscaba su lugar mientras intentaba desesperadamente dejar atrás a "la ingenua de Sofía". Ahora, quería vivir nuevas experiencias, saborear la vida sin el filtro de nadie más. Exprimir la vida.

Debo confesar que el primer mes en el campus fue un caos total. Estaba más perdida que un niño en una feria. Entre los horarios, los edificios que parecían idénticos, las aulas que siempre se me resistían… Parecía que vivía en un laberinto. Y claro, como si eso no fuera suficiente, algunas asignaturas se solapaban, y no entendía cómo hacer malabares con todo. Así que ahí estaba yo, acercándome a gente que no conocía para pedirles apuntes como si fuera lo más natural del mundo. Spoiler: no lo era. No me sentía natural en absoluto.

Pero poco a poco, me fui adaptando. Suerte que ese mes siempre es el de "adaptación", lo llaman, aunque más bien debería llamarse "supervivencia". Para cuando llegó octubre, ya estaba un poco más asentada. Planifiqué mis clases, mis horas de estudio, mis ratos de descanso... y, de alguna manera, las piezas empezaron a encajar. Por primera vez en mucho tiempo, la ansiedad que me había estado persiguiendo empezó a desaparecer. Estaba empezando a respirar.

Un día, mientras estaba sola en la cafetería del campus, me llegó una idea repentina a la cabeza. ¿Qué estaría haciendo Javi? No en el sentido literal, sino en, ¿qué carrera estaba estudiando ahora? La pregunta se coló en mi mente como un intruso no invitado. ¿Estaríamos en el mismo campus? No quería encontrármelo, eso estaba claro. Y, sin embargo, ahí estaba, ocupando espacio en mi mente cuando menos lo deseaba. El tiempo cura, me repetía. El tiempo lo curaría todo.

Pero, como siempre, la vida tenía otros planes, y el día que tanto temía llegó antes de lo esperado. Y, por supuesto, en el momento menos oportuno.

En Mallorca, hay una tradición que se celebra cada 21 de octubre: el “Día de las Vírgenes”. La cosa es que los chicos, en plan tuna, se pasean por las casas de las chicas para cantarles "Clavelitos" bajo sus balcones. A cambio, las chicas salen al balcón, escuchan la canción, y les invitan a subir para beber moscatel y comer profiteroles. Es todo muy tradicional y festivo. Me lo contaron como algo divertido, una especie de tonteo medieval modernizado.

Yo, por supuesto, no esperaba visita. ¿Quién vendría a cantarme? Nadie, claro. O eso pensaba.

Esa noche, mientras estábamos todas en el piso, escuchamos un grupo de chicos cantando bajo el balcón. Ninguna quería asomarse al principio. Nos miramos, medio muertas de la risa, porque, ¿y si estaban cantando para otro balcón? Eva, como siempre, fue la primera en saltar. Se asomó sin pensárselo dos veces.

—¡Venga, chicas! ¡Que han venido a cantarnos! —gritó con su habitual entusiasmo.

Nos asomamos todas detrás de ella, entre risas y curiosidad. Resulta que sí, los chicos venían a cantar para Eva, que, como siempre, lo gestionó con su aplomo característico.

—¡Marchaos, que no tengo ni moscatel ni profiteroles! —les gritó entre risas—. ¡El próximo año os vengo a cantar yo!

Lo mejor de Eva era esa seguridad tan natural que irradiaba. No se disculpaba por nada, siempre tan auténtica, y debo confesar que la envidiaba un poco por eso. Yo, en cambio, siempre me sentía en conflicto, atrapada entre lo que quería y lo que pensaba que debía hacer.

Pero, una hora después, volvió a sonar otra tuna bajo nuestro balcón. Esta vez, Eva se encogió de hombros.

—Yo no espero a nadie más… O eso creo —dijo, divertida.

Pablo, de naturaleza curioso, se asomó y me miró con cara de circunstancias.

—Eh, Sofía, creo que es para ti. Reconozco a dos de los chicos de la fiesta del otro día.

El mundo se detuvo por un segundo. Sentí cómo el estómago se me encogía y el corazón se me salía del pecho. Javi. ¿Javi aquí? Pero, ¿cómo sabía dónde vivía?

Con toda la vergüenza del mundo, me asomé al balcón, agarrada de la mano de Elena como si fuera mi salvavidas.

—Chicas, venid conmigo, por favor… —les pedí, intentando reunir algo de coraje.

Y ahí estaba él, junto a Ignacio y Diego, que por alguna razón que desconocía también había venido a estudiar a Mallorca. Intenté sonreír, aunque me sentía más nerviosa que nunca. Arrancaron a cantar mientras uno de ellos tocaba la guitarra. Javi solo me miraba a mí, como si el resto del mundo no existiera. Por un momento, todo lo demás desapareció. Fue como si volviera a ser el Javi que yo conocía, el de antes de toda la confusión. Y, lo admito, por un segundo no quise que ese momento acabara.




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