Me tiré sobre la cama de la residencia, con la cara aplastada sobre la colcha, como si el colchón fuera un refugio que pudiera absorber la resaca viral y emocional que traía encima desde el aeropuerto. Aún podía sentir el eco del mareo en mi cabeza, como si mi cuerpo no terminara de aceptar que las vacaciones se habían terminado. Ya, ni energía me quedaba para pensar en los exámenes. ¿De dónde iba a sacar fuerzas para estudiar? Y, sinceramente, lo de comprarme Ceregumil como si fuese mi salvavidas de milagro... eso sí que era ridículo. Me lo bebía como si fuera la solución a todos mis problemas. Como si una poción mágica pudiera darme la energía que no tenía.
Casi me reí al recordar mi ingenuidad, pero fue un alivio saber que no era la única que no había tocado ni un solo libro durante las vacaciones de Navidad. La residencia estaba cargada de una energía extraña, una mezcla entre la nostalgia del descanso y el pánico colectivo: ¡Dios mío, me ha pillado el toro! Todos, absolutamente todos, se habían atrincherado en sus habitaciones, con los apuntes desperdigados por cada rincón, como si así pudieran convencer al cerebro de absorber más rápido lo que no habían estudiado en semanas. Y claro, yo no era diferente, aunque de vez en cuando me escapaba de habitación en habitación, buscando algún consuelo en las historias de otros.
Lo cierto es que me consolaba saber que yo no era la única que había tenido unas vacaciones de mierda. Que si fulanito había estado resfriado, que si tal había roto con su pareja, o si cual había tenido una pelea monumental con su familia... En el fondo, todos arrastrábamos nuestro propio calvario, pero al menos estábamos juntos en esta especie de barco que parecía estar siempre a punto de naufragar.
Enero fue un mes eterno. Me enterré en los apuntes como si eso pudiera salvarme del desastre que ya olía venir. Coloreaba mis esquemas con rotuladores fosforescentes, como si mi cerebro funcionara a base de colores vivos. Hacer esquemas se me daba bien. Lo que se me daba fatal era gestionar el agobio. De eso podría haber escrito un manual. El agobio y yo éramos viejos amigos.
Por supuesto, nadie se animó a un plan de desconexión conmigo. Todos se encerraron, literalmente, a estudiar. Era como si de repente hubiese caído una nube de responsabilidad sobre la residencia y, francamente, me hizo sentir que al menos estaba rodeada de gente seria. Aunque, entre nosotras, hubiera matado por un fin de semana de escapada para respirar un poco.
Y luego llegó febrero. El mes de la verdad. Nueve exámenes. Nueve. Las asignaturas obligatorias, las opcionales y esas de libre configuración que ni sé por qué elegí. Mi cerebro ya no daba para más. Pero, claro, cometí el error de presentarme a todo, en plan 'a ver qué sale'. Pues salió fatal. En cuatro de los exámenes mi cabeza se quedó completamente en blanco, como si alguien hubiera pasado un borrador gigante sobre mis neuronas. No me había pasado nunca, pero ahí estaba, enfrentándome a mi primera gran derrota universitaria.
Los resultados no tardaron en llegar, y, claro, solo aprobé dos. ¡Dos! No podía ni mirarme al espejo sin sentir que me habían atropellado todas las culpas de golpe. ¿Por qué dejé todo para el último momento? ¿Cómo se me ocurrió presentarme a tantos exámenes? ¿Por qué dejé que la ansiedad me ganara tantas veces? La sensación de fracaso me aplastó de una forma que no había sentido antes.
Lo peor no era eso. Lo peor era pensar en mis padres. En el sacrificio que estaban haciendo para que yo estuviera aquí. Cada suspenso me dolía más por ellos que por mí. Me invadió una ansiedad brutal, de esas que te quitan el sueño, que te hacen pensar si en verdad te estás equivocando de camino, si la universidad no está hecha para ti, si estás destinada a fallar.
Durante dos semanas estuve fatal, intentado disimularlo ante mis compañeros, como si la ansiedad pudiera esconderse detrás de una sonrisa o de una broma tonta en el comedor. Pero la verdad es que me estaba desmoronando por dentro.
Y entonces, de repente, como si algo en mí hiciera clic, tuve una especie de epifanía. ¿Qué estoy haciendo? me dije. Decidí tomarme una semana de descanso. Lo necesitaba. Pero no para quedarme tumbada en la cama sin hacer nada. No. Me prometí que iba a reorganizarme, que iba a demostrar que la universidad no iba a poder conmigo. Que, por mucho que la pelota se hiciera más grande con los exámenes de junio, iba a hacerle frente. Iba a demostrarles a mis padres que su sacrificio no era en vano, pero, sobre todo, iba a demostrármelo a mí misma.
Y, claro, no hay fin de exámenes sin una fiesta de celebración. Es ley de vida, dijo Eva con su tono sabiondo, mientras se estiraba las pestañas recién pintadas. Una vez que todos los compañeros habíamos sobrevivido a la tortura académica, organizamos la salida más épica del año. Y cuando digo todos, me refiero a todos. Incluso los que siempre se hacían los remolones con eso de salir, esos que decían "No, es que tengo que descansar", como si fueran a hibernar después de un examen. Nada de eso. Aquí íbamos todos al pie del cañón, porque después de ese mes infernal, nos lo habíamos ganado.
La preparación para la salida fue digna de una Nochevieja. Había que vernos. Que si “¿Me lo dejo suelto o recogido?”, dijo Eva, con un moño desastroso que parecía recién salido del gimnasio. Mientras tanto, todas alrededor gritábamos consejos como si fuéramos estilistas de Hollywood. Que si el maquillaje, “¿Este rojo me hace parecer muy guarra o solo un poco?”, y nosotras, como buenas amigas, siempre dispuestas a mentir por amor: “No, tía, estás divina”. Cambios de ropa por doquier, como si estuviéramos en pleno desfile de moda, y claro, siempre la eterna pregunta: “¿Me hace mejor culo este vestido o el otro?”. Porque a ver, un mes de estrés y ansiedad puede arruinarte la mente, pero el culo... eso no se negocia.
Editado: 11.05.2025