Si enero y febrero pasaron como un suspiro, marzo iba a ser el mes de la organización. Este es mi momento, me dije, como si de verdad me creyera que podía ser la versión universitaria más aplicada de la historia. Me prometí llevar los apuntes al día (¿qué tan difícil puede ser, verdad?), hacer esquemas cada semana, ampliarlos con libros de la biblioteca… Vamos, ser la estudiante que todo el mundo espera que sea. Y lo mejor de todo es que… ¡empecé a cogerle el gustillo! Cada vez me sentía más universitaria y, lo admito, ¡me estaba encantando! Era como si mi caos interior, ese que había tenido desde los trece años, finalmente se alineara y dejara espacio para una versión de mí misma que ni yo reconocía.
A esto, claro, se sumó una cosa más. Una pequeña sorpresita que el destino me tenía guardada: empecé a darme cuenta de que no veía muy bien. Y no hablo de como cuando se me nublaba la vista cuando Javi pasaba cerca (que también), sino de que no lograba distinguir si lo que estaba leyendo era una fórmula matemática o la lista de la compra. Total, me fui a una óptica de esas que te hacen la revisión gratis, porque con lo tiesa que estaba de dinero, hasta una inspección de la vista me parecía un lujo. Resultado: astigmatismo. ¡Tachán!
Con la misma emoción que quien recoge una receta para algo serio, elegí la montura más barata que tenían en la tienda. Prioricé la salud ocular por encima del diseño gafil, pero claro, lo barato sale caro. Resultado: unas horrengafas que, sinceramente, daban miedo. A ver, no es que yo fuera la más coqueta del mundo, pero una tiene su dignidad, ¿no? El caso es que me convertí en la típica chica de biblioteca. Ya sabes, de esas que salen en las películas, que son las feas del centro, y luego le quitan las gafas y sorprenden porque hasta son monas y todo. Mi única esperanza era que esas gafas monstruosas solo tenía que llevarlas para estudiar, porque si antes tenía cara de buena chica, con gafas parecía un cruce entre la empollona de clase y un dibujo animado sin mucho presupuesto.
A mis amigas, claro, les hizo una gracia tremenda. “¡Qué mona estás, pareces intelectual!”, me decían entre risas, mientras yo intentaba esconderme detrás de los libros, pensando en por qué yo. Pero bueno, ¿a quién quiero engañar?, lo cierto es que con o sin gafas, me estaba gustando este rollo de la universidad. Solo esperaba que, Javi no me viera nunca con las horrengafas, no fuera que saliera corriendo. Porque, si algo me faltaba, era que mis nuevas "habilidades visuales" fueran el motivo por el que me quedara sin novio antes de tenerlo.
Ahí estaba yo, empollona y medio cegata, pero más centrada que nunca. ¡Vamos, que el mes de marzo prometía!
Una tarde, al llegar de la universidad, Pablo me informó que había un mensaje al lado del teléfono. "Te ha llamado alguien", me dijo con el tono despreocupado de siempre. Era Ignacio… Me dejó su número apuntado en un papel. Mierda. Sabía que si no llamaba de inmediato me lo iba a pasar rumiando todo en la ducha, como siempre, dándole mil vueltas a lo que podría ser o no. Porque, seamos sinceras, ¿cuántas veces has montado una película en tu cabeza que luego no tiene nada que ver con la realidad? Así que, antes de que mi cerebro decidiera jugarme una mala pasada, marqué el número.
Y me contestó Javi.
Genial.
—Hola, Javi, soy Sofía, ¿qué tal estás? —intenté sonar casual, como si el corazón no me hubiera pegado un brinco nada más escuchar su voz.
—Hola, Sofía —respondió él, y sentí cómo esa voz, que creía olvidada, me envolvía como siempre lo hacía—. No he olvidado tu voz aún. Bien, bien. ¿Y tú?
Lo noté bien, demasiado bien, mejor de lo que esperaba. No tenía ese tono triste que me rompía por dentro.
—¡Bien! —Mentira—. Gracias. Llamaba porque tengo aquí un mensaje de Ignacio, se ve que me llamó mientras estaba en clase.
—Ah, claro, seguro que era para invitarte a mi fiesta de cumpleaños. Ya sabes.
Su cumpleaños. Se me cayó el mundo un poquito más. El año pasado… su fiesta fue una de las noches más bonitas de mi vida. Estábamos juntos. Fue la noche en la que todo lo que sabíamos pero no decíamos se confirmó. Y ahora…
—Ah, cierto, tu cumpleaños… —Intenté sonar despreocupada, como si el simple hecho de mencionar la fecha no me transportara a mil recuerdos—. Y… ¿seguro que quieres que vaya, Javi?
—Claro, me encantaría. Me portaré bien. Te lo prometo.
Me portaré bien. Ese simple comentario me rompió un poco por dentro. ¿Por qué tienes que portarte bien conmigo ahora? ¿Cuándo fue que todo esto se volvió tan complicado? Pero ahí estaba, como siempre, la estúpida contradicción de mi corazón y mi cabeza. Mi cabeza gritaba: ¡No vayas, inventa una excusa, no compliques más las cosas! Pero mi corazón, ese traidor, solo me decía: Tienes que ir. Y, como siempre, le hice caso al corazón.
Fui.
Y la sorpresa… la sorpresa me la llevé yo.
No fui sola, obvio. Yo siempre necesitaba un apoyo, y ese apoyo tenía nombre: Elena. Ella ya sabía de sobra lo que se podía liar, y aunque intentaba calmarme con su habitual humor, yo estaba muy nerviosa. Llevaba más de dos meses sin ver a Javi, y esa fiesta podía ser cualquier cosa menos tranquila. El nudo en el estómago no hacía más que crecer mientras nos acercábamos a la puerta. Finalmente, con los dedos temblorosos, llamé al timbre.
Editado: 11.05.2025