El último aleteo de mis mariposas

6

Desperté renovada. El sol entraba por las rendijas de la persiana, y cuando mis ojos recorrieron la habitación, vi todos los pañuelos desparramados por el suelo, recordándome la catarsis emocional de la noche anterior. Era como si cada lágrima derramada hubiese limpiado un poco de ese veneno que me recorría por dentro. Javi ya no iba a ser esa toxina que envenenaba mis pensamientos a cada rato. Me lo prometí. Siempre que Javi apareciera en mi mente, lo barrería con otros recuerdos, como si fuera un mal sueño del que me estaba despertando. Sabía que el camino no iba a ser fácil. Ni él ni yo estábamos curados el uno del otro, pero él ya había empezado a mover ficha para seguir adelante, y ahora me tocaba a mí.

Eso sí, yo no iba a jugar con las mismas fichas. No tenía ni ganas de empezar nada con nadie, y mi corazón estaba en estado célibe total, cerrado por obras, como cuando una tienda cierra por reforma y no sabes cuándo volverá a abrir. En mi caso, sería solo después de una buena remodelación interna. Mallorca iba a ser mi salvavidas, mi forma de centrarme, de enfocarme en lo que de verdad importaba, que era sacarme la carrera, mi futuro.

Decidí que aquel domingo soleado no sería un día para quedarme en la cama relamiendo heridas. Así que, sin pensarlo mucho, llamé a la puerta de la habitación de Vicente y de Elena y organizamos una pequeña escapada. "Vamos a otro pueblo de excursión", dije, sonando más optimista de lo que en realidad me sentía. Pillamos el bus y nos plantamos en un pequeño pueblito del que nos habían hablado por su famoso mercadillo artesanal. El día estaba perfecto para pasear, perderse entre los puestos y, por un rato, imaginar todo lo que podríamos comprar si tuviéramos dinero en el bolsillo.

Elena iba saltando de puesto en puesto, emocionada con cada cosita que veía. "¡Mira esto, Sofi! ¿No es una monada?" Me mostró una pulsera de conchitas, que era más un collar en miniatura que un accesorio de moda. "Es horrible", pensé, pero la sonrisa de Elena hacía que no pudieras decirlo en voz alta.

—Te la pondrías dos veces y ya, ¿no? —dije, intentando disimular la mueca con una sonrisa.

—¡Qué va! Es preciosa, tiene un toque de… ¡verano eterno! —respondió, encantada con su descubrimiento.

Vicente, en cambio, iba refunfuñando detrás de nosotras como si todo le molestara. Con las manos en los bolsillos, miraba las cosas de reojo y suspiraba cada dos por tres.

—¿No te gustan los mercadillos o es que no te gustan los domingos? —le pregunté, medio en broma.

—No me gustan las cosas inútiles —respondió gruñón—. Es que… mira esto, ¿quién paga 500 pesetas por un jabón con forma de elefante?

Elena, que ya estaba acostumbrada a su actitud, soltó una carcajada.

—¡Ay, Vicente! No es solo un jabón, es arte. ¡Arte! —decía, moviendo las manos con exageración.

—Arte para ducharse, supongo —respondió él, rodando los ojos.

No pude evitar reírme. Eran tan opuestos que verlos juntos siempre era un espectáculo. Elena, con su espíritu alegre y despreocupado, y Vicente, el eterno gruñón que, en el fondo, solo necesitaba un buen chiste para sonreír.

Seguimos caminando por el mercadillo, y poco a poco, empecé a sentir una especie de calma extraña. Tal vez era el sol, tal vez el simple hecho de estar rodeada de amigos. Pero en ese momento me di cuenta de algo: Javi no estaba en mi cabeza. Por primera vez en mucho tiempo, podía disfrutar de un momento sin que él se colara entre mis pensamientos. Había algo liberador en eso. Me aferré a esa sensación, porque sabía que iba a necesitarla muchas veces más.

—¿Qué tal si compramos algo para celebrar que, por fin, hemos sacado a Vicente de su cueva de gruñidos? —sugerí, guiñándole un ojo.

Elena aplaudió con entusiasmo.

—¡Sí! ¿Qué tal unas pulseras de la amistad para cada uno? Así, cuando Vicente vuelva a gruñir, podrá mirarla y acordarse de este milagro —su tono burlón arrancó una mueca de falsa indignación en nuestro gruñón favorito.

—Eso es lo más cursi que he escuchado en mi vida —replicó Vicente, mirando al suelo como si intentara resistirse. Luego levantó la vista y añadió, con un suspiro resignado—. Pero si es importante para vosotras… Está bien, compraré la pulsera.

Elena me miró con ojos brillantes, como si no pudiera creerlo.

—¡Sabía que te gustábamos más de lo que admites, Vicente! —dijo, dándole un suave codazo.

—No os acostumbréis —gruñó él, pero su sonrisa, aunque pequeña, era auténtica.

Ese gesto me hizo sentir algo cálido en el pecho. Tal vez, poco a poco, las cosas realmente podían cambiar. Tal vez, con amigos como ellos, yo también podría volver a sonreír de verdad.

Las semanas siguientes pasaron volando y, entre clases, trabajos y alguna que otra escapada con Vicente y Elena, me vi atrapada en una rutina que, aunque agotadora, me mantenía enfocada. Las noches en mi habitación se convirtieron en un refugio de paz donde, entre apuntes y libros subrayados, organizaba todo para que, esta vez, no me pillara el toro. Era mi pequeño rincón de control en medio de una vida que a veces parecía desbordarse.

Cuando llegaron las vacaciones de Semana Santa, fue como un regalo caído del cielo. Solo 10 días, pero parecían todo lo que necesitaba para reconectar conmigo misma. Abril, con su aire primaveral, significaba familia, amigos, y un respiro del caos universitario. Hacía tiempo que no sentía tantas ganas de coger un avión. Claro, en mi maleta, entre las camisetas y el neceser, metí unos cuantos libros de clase. Sabía que me esperaba algo de estudio, aunque mi idea de disfrutar un poco primaba.




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