Me dejé caer en la cama de mi habitación en Mallorca, intentando no hiperventilar al pensar en la montaña de exámenes que me esperaba en junio. Vale, sí… Este año me había flipado un poco y me había matriculado de veintidós asignaturas. Así, como quien no quiere la cosa (es lo que tiene ser novata de primer año). Resultado: me presenté a nueve en febrero y, de esas, solo aprobé dos. Sí, dos tristes asignaturas. Así que me esperaban veinte exámenes entre junio y septiembre. Vamos, una fantasía…
Para no tirar la toalla desde ya, me dije a mí misma: "Venga, las dos de libre configuración son fáciles, esas caen fijo. Las apruebas y te animas." Luego, me quedaban seis optativas, de las cuales, con suerte, cuatro eran más fáciles que las otras dos, así que, evidentemente, dejaría las difíciles para septiembre. Y luego estaban las obligatorias… esas eran otro cantar. Decidí que me presentaría a seis, dejando el delicioso plato fuerte de ocho para apretar en verano. ¡Qué verano más increíble me esperaba! Playa, cócteles y estudiar hasta quedarme ciega… ja.
Pero, bueno, al menos tenía un plan, ¿no? El problema es que venía de unas vacaciones donde estudiar fue imposible, porque mis libros recorrieron España en avión sin mí. Así que volvía más desmotivada que nunca. Y claro, siendo la reina suprema de la procrastinación, encontraba cualquier excusa para no empezar. Pero llegó el momento de darme un bofetón mental: ¡basta ya! Voy a motivarme, me repetí con cara seria frente al espejo. Y ahí empezó la operación 'crea el ambiente perfecto para estudiar'.
Primero despejé mi escritorio, dejándolo como un lienzo en blanco. Luego me fui directa al chino, en busca de inspiración. Volví cargada con una vela de vainilla del tamaño de mi cabeza, un cactus (porque no tenía mucha fe en mi capacidad para cuidar plantas más exigentes), post-its de todos los colores pastel del mundo, una pizarra de corcho para anotar mis ideas brillantes y rotuladores en tonos pastel. Mi escritorio quedó tan cuqui que casi esperaba que llegara alguien a fotografiarlo para la portada de una revista.
Todo estaba en su sitio: los apuntes en el centro, los folios a la derecha, los rotuladores alineados por colores, los post-its en la esquina y, claro, el cactus presidiendo la escena. El flexo encendido proyectaba esa luz de "hora de ponerse seria" y la vela de vainilla perfumaba la habitación. De fondo, sonaba Enigma, porque, oye, si vas a estudiar para doce exámenes, que al menos la banda sonora sea épica.
Ya no tenía más excusas. A partir de ahora, sólo saldría los sábados para liberar la tensión acumulada, y entre semana nada de planes, solo clases y estudiar. Sí, lo sé, me esperaba una vida de lo más apasionante. ¡A hincar codos se ha dicho!
El sábado llegó como agua de mayo. ¡Dios mío, qué falta me hacía! Tenía tanta adrenalina acumulada que si no salía a quemarla, probablemente explotaría. Pero claro, en la residencia nadie estaba por la labor. Elena andaba incubando un resfriado, Vicente en modo jubilado prematuro, y el resto optaron por un sábado de "sofá, manta y peli".
—¿En serio? ¿Dónde está la juventud en esta casa? ¿Se ha quedado en los 80 con los calentadores y las hombreras?— pensé en voz alta mientras miraba la sala común. Ni un alma viva con ganas de marcha.
Por suerte, Eva, que nunca se perdía un plan, levantó la mano. ¡Eva! Me dejó en shock porque, siendo sincera, ella jamás salía con nosotros. Era de esas pocas, junto a Edu, que iban siempre por libre y no hacían mucha piña con el grupo.
Me dio un poco de reparo al principio, la verdad. No tenía demasiada confianza con ella. Eva era de esas que adora ser el centro de atención, lo contrario a mí, que prefiero camuflarme en la multitud. Y, además, ella siempre salía con chicos. Me veía minúscula a su lado. Pero, necesitaba salir, así que me autoconvencí: "Esta noche me lo pasaré bien".
Y no me equivoqué. Eva se portó de lujo. Me sorprendió cuando me invitó a su habitación para ver si quería probarme algo de su ropa. Vamos, que la tía tenía armario de modelo. Estaba claro que en casa de Eva no faltaba el dinero, porque todo lo que tenía era de marca. Así que, sin pensarlo, acepté y terminé con un lookazo: un vestido lencero negro sobre una camiseta blanca, botas negras y un choker de terciopelo negro.
Cenamos en un sitio barato, y empezamos a conocernos mejor. Y, para mi sorpresa, ¡Eva me caía muy bien! Era de esas personas que le importa cero lo que piensen de ella. Me contó que no tenía muchas amigas chicas porque le envidiaban. No me extrañaba, la verdad. Eva era espectacular: piel morena, pelo rizado, un cuerpo de infarto y esa seguridad cuando caminaba… Era lo que en mi pueblo llamamos una "rompecuellos", porque allá donde iba, se giraban a mirarla. Y bueno, yo encantada, porque mientras todas las miradas iban hacia ella, yo me podía dedicar a disfrutar de la noche sin presión.
Llegamos a mi pub favorito, ese que siempre está petado. A empujones conseguimos un rinconcito donde se podía bailar. Nos pedimos unas Coca-Colas y no paramos en toda la noche.
Lo que estaba claro es que Eva ligaba como si fuera su deporte nacional, pero, oye, también me tiraron la caña a mí. El problema fue que dos moscones se volvieron demasiado insistentes. No nos dejaban disfrutar del subidón de estar bailando "Children" de Robert Miles, que es básicamente un momento de trance espiritual. Nosotras nos veníamos arriba, y ellos, dale que dale, interrumpiendo como si tuvieran un radar para fastidiar.
Editado: 11.05.2025