Fue llegar a Mallorca y mentalizarme: horas de estudio por delante. Pero bueno, tengo que confesar que lo primero que hice fue llamar a la residencia. ¡Me moría de ganas de ver a Elena, Eva y Vicente! Eva, desde que estaba con su novio, era como si hubiera desaparecido del mapa, así que no iba a poder venir. Pero Elena y Vicente no me fallaban. Decidimos que esa tarde íbamos a ver una peli, cenar y luego retomar nuestras vidas de estudiantes formales.
En esas me llamó Víctor el primer día:
—¿Nos vemos en un rato?
—No puedo, Víctor. He quedado con Elena y Vicente para ir al cine… ¿Nos vemos mañana?
—Mañana tengo partido en casa… Ya sabes, se junta aquí ciento y la madre.
—Sin problema, claro. Nos llamamos el miércoles y hablamos, ¿vale?
Y así quedó. Después de colgar, salí disparada a la resi porque llegaba tarde. La película empezaba en 25 minutos y entre llegar, comprar entradas y todo el ritual, ya nos faltaba tiempo. Cuando llegué, con la lengua fuera, Juan me abrió la puerta.
—¡Pero bueno! Dichosos los ojos —dijo riendo.
—¡Juan! ¿Te apuntas al cine?
—Ni de coña… Estoy muerto. Fijo que me duermo. Otro día, ¿sí?
—¡Claro! Voy a darles un toque a Elena y Vicente, que llegamos tarde.
Corrí a la habitación de Elena y la encontré en plena faena, terminando de ponerse los zapatos.
—¡Cojo el bolso y voy! Avisa a Vicente, que ya debe estar listo.
Fui corriendo a la habitación de Vicente, pegué dos golpes rápidos y abrí la puerta sin esperar respuesta.
—¡Vicente, vamos, que llegamos tar…!
La escena que me encontré fue de película: Vicente, en pelota picada, metiendo un pie dentro del calzoncillo, con la otra pierna aún en el aire. En cuanto me vio, soltó la prenda, se quedó rígido y se tapó con ambas manos el morcón, mirándome con los ojos como platos.
—¡Coño, Sofía! —exclamó.
Yo me quedé tan en shock que lo único que me salió fue:
—¿Aún estás así? Llegamos tarde.
Vicente se iba tapando como podía, todo rojo.
—¡Y más que vamos a llegar si no me dejas solo para cambiarme!
—¡Venga, venga, espabila!
—¡Si te vas podré espabilar! ¡Pero cierra la puerta, hostias!
—¡Voy, voy! Siempre me decís que voy con prisas… —dije mientras cerraba la puerta, aunque ya estaba roja como un tomate. Me estaba aguantando la risa a duras penas y, en cuanto me giré, me eché a reír.
Elena me miró, medio alucinada:
—¿Qué me he perdido?
—Pues… algo grande, la verdad.
—¿Cómo?
—Nada, nada… Pero dale prisa a Vicente, que se está tomando su tiempo.
Elena empezó a llamar a la puerta con insistencia.
—¡Vicente, que nos vamos! ¡Y te quedas ahí solo!
Por fin salió, con cara de circunstancias y con la respiración acelerada.
—Ya te vale, Sofía. A ver si aprendes a llamar a las puertas.
—¡He llamado! —me defendí.
—Pues aprende a entrar solo cuando te inviten, ¿no?
Elena nos miró con curiosidad, sin entender nada.
—¿Pero qué ha pasado? — Al rato cayó —¡¿Te ha visto la minga?!
Vicente resopló, al borde del colapso.
—No lo sé, la verdad… todo ha sido muy rápido.
Pero no me iba a quedar callada. Así que, sin dudarlo, le solté:
—Vicente, sí. Te la he visto. Y, ¿sabes qué? Voy a hablar muy generosamente de ti. Eso no era una minga. Eso era un morcón.
Nos dio tal ataque de risa que las dos acabamos dobladas, aunque Vicente no sabía dónde meterse.
Esa salida al cine ya había empezado como una aventura antes de llegar a la película.
El miércoles, Víctor intentó llamarme, pero no estaba en casa. Había pasado el día en la universidad y terminé perdiéndome en la biblioteca, entre apuntes, Red Bull y una pila de libros. Cuando finalmente llegué al piso, agotada y medio agobiada, lo primero que hice fue llamarlo.
—Víctor, lo siento, vengo de la biblioteca… Esto se está poniendo serio y ya me estoy agobiando porque se viene tela…
Él se rió suavemente al otro lado de la línea.
—No me cuentes más. Estoy igual, esto es una locura. Mira, si te parece, podemos estudiar juntos, así al menos nos vemos.
—Me parece genial, Víctor.
Y así fue como las siguientes semanas nos convertimos en los campeones del estudio compartido. Apenas salíamos, porque el calendario de exámenes ya nos tenía atrapados. Nos turnábamos: un día en su casa, otro en la mía. Uno se adueñaba del escritorio y el otro de la cama, cada uno con sus apuntes y sus libretas, con un pequeño ejército de subrayadores de colores.
Claro, no todo era estudio puro y duro. Cada cierto tiempo, cuando ya nos dolía la cabeza de tanto leer, hacíamos un descanso estratégico. Yo aprovechaba para acercarme a la cama y darle un par de besos. A veces era él quien, desde el escritorio, se giraba para mirarme con una sonrisa de "me haces falta", y bueno, los libros se quedaban abandonados unos minutos. Nada muy largo, solo un poco de cariño para recordarnos por qué estábamos sobreviviendo a aquella pesadilla universitaria juntos.
Editado: 11.05.2025