El último aleteo de mis mariposas

17

Empezar en la galería de arte tenía su encanto, pero admito que era mucho más agotador de lo que esperaba. Me pasaba las horas organizando catálogos, atendiendo a los visitantes y aprendiendo sobre cada pieza que exhibíamos. Al final del día, sentía los pies como bloques de cemento, pero era una experiencia que me hacía sentir en otro mundo, en un mundo que me estaba fascinando.

Sin embargo, en medio de esa rutina, había algo que me sorprendía: apenas tenía tiempo para ver a Víctor. Entre su trabajo en el Mcdonald's y mi horario en la galería, nuestros días apenas coincidían. Y, por raro que sonara, no lo echaba de menos como debería. Al principio me dije que era porque me estaba adaptando al nuevo trabajo, porque, vamos, siempre había sido romántica, de las que echan de menos hasta los detalles más pequeños. Pero no. Esa sensación de vacío no aparecía, ni siquiera al final del día, cuando estaba en mi cama y tenía la libertad de dejarme llevar por el cansancio o la nostalgia. No había ninguna punzada de añoranza.

Cierto era que hablábamos cada día un rato por teléfono, o Víctor se pasaba algún día durante cinco minutos por la galería a verme, pero apenas tenía tiempo para dedicarle más que un beso y había días que ni eso.

Cerré los ojos y, casi sin querer, volví al recuerdo de cuando Javi empezó a trabajar. La primera vez que me dijo que tendría ese horario hasta la madrugada, sentí un nudo en el estómago. Cada noche que no lo veía era como un vacío que crecía y se enroscaba dentro de mí. Lo echaba de menos de una forma tan intensa que incluso me desesperaba. Me pasaba las horas mirando el reloj, deseando que las agujas avanzaran más rápido para que llegara el momento de verlo, aunque solo fueran cinco minutos, aunque apenas pudiéramos intercambiar un par de palabras.

Con Víctor no sentía eso. Sabía que debería añorarlo, que debería contar las horas hasta que volviéramos a coincidir, pero en vez de eso, me sorprendía ocupada pensando en todo lo nuevo de la galería, en lo que había aprendido de una obra, en los visitantes curiosos que llegaban y en las historias que dejaban detrás. Era como si él estuviera en pausa, sin ocupar demasiado espacio en mis pensamientos. Y la verdad, me asustaba un poco. Porque si no lo echaba de menos ahora, ¿significaba eso que en realidad nunca llegué a sentir lo suficiente?

Al cerrar la galería una noche y de camino al autobús, sentí ese silencio tan característico dentro de mí. Me sentía en paz. Y en ese instante, me di cuenta de que quizás, solo quizás, me gustaba estar más sola de lo que quería admitir.

Un sábado, después de meses sin vernos, por fin quedé con Eva. Desde que tenía novio, la tía había desaparecido. Fue ella quien me llamó y me dijo que si no hacía nada, me quedara a dormir en su casa (bueno, en la de sus padres, porque lo de emanciparse todavía le sonaba a chino). Como yo cerraba a las once, le propuse cenar en el McDonald's, así de paso sorprendíamos a Víctor, que últimamente lo tenía medio abandonado.

Llegamos al McDonald's y nos pusimos en la fila que nos llevaba a Víctor. En cuanto nos vio abrió los ojos y amplió su ya gran sonrisa:

—Pero… ¿qué haces aquí?

—¿Qué voy a hacer? Como tengo entendido que mi chico es famoso por sus cenas buenísimas, le he dicho a mi amiga que no podía vivir sin probar una. Por cierto: Eva, Víctor.

Víctor saludó a Eva con su sonrisa de medio lado.

—Estás fatal… No te puedo dar un beso, que tengo al encargado detrás.

—Tranquilo, Víctor, ya me conformo con el menú Mcpollo con todo gigante de la casa.

—Vale, luego os llevo la cena a la mesa, ¿sí?

—¡Hecho!

Estaba petado de gente, pero logramos sentarnos en una mesa al fondo. Me acomodé y, para mi "suerte", en una mesa justo al frente, ahí estaba ella. Raquel. La ex.

—Ay, no me lo puedo creer… —le murmuré a Eva.

—¿Qué pasa? —preguntó, emocionada como si fuéramos a resolver un crimen.

—La rubia de la esquina es Raquel, la ex de Víctor… Al parecer, echa de menos sus cenas. ¿Te dije ya que Víctor cocina genial?

—¡No puede ser! ¿Quién es? Y, oye, Víctor es majísimo. Hacéis una pareja ideal —susurró mientras intentaba mirarla de reojo.

—Gírate discretamente a las tres y media.

Eva, con toda la discreción de una jirafa en una tienda de lámparas, se giró.

—¡Joder, qué guapa! —exclamó, claramente sin disimulo.

—Tan guapa como antipática, también te lo digo.

Ambas nos echamos a reír, justo cuando Víctor apareció con la bandeja y nos miró raro.

—¿Me he perdido algo? —preguntó, mirándonos entre divertido y confundido.

Eva, que no se calla ni bajo el agua, soltó:

—Nada, que aquí la amiga está a punto de cambiarte por un Big Mac.

Nos reímos mientras Víctor rodaba los ojos y volvía a su puesto de trabajo. Yo aproveché para robarle una patata.

Cuando Raquel nos vio, me llené de valor, levanté la mano y le sonreí de la forma más amigable que pude. ¿Y ella qué hizo? Me giró la cara con una elegancia digna de una reina ofendida.

—¡Eva, que me ha girado la cara! —dije, entre escandalizada y sonriente.




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