El piso era una auténtica maravilla... Un tercer piso con ascensor, para mi alivio. Era amplio, moderno y muy luminoso, con una atmósfera acogedora que me hizo sentir en casa de inmediato. Mi habitación era un sueño: una gran ventana sobre la cama de matrimonio dejaba entrar toda la luz de la mañana, y el armario empotrado, de un blanco impecable, era enorme, perfecto para organizarme. Tenía además un escritorio amplio, con un corcho justo en frente para llenarlo de fotos y notas inspiradoras. La habitación desprendía buenas vibraciones, y sentí que ese curso iba a ser increíble, a pesar de mis inicios con muletas.
Edu llegó por la tarde y, en cuanto vio su habitación, no pudo contener la indignación:
—¿La habitación pequeña para mí? ¡Yo tengo más vida sexual que vosotras! —protestó, con los brazos cruzados y una mirada ofendida.
—¿Y tú qué sabrás de nuestra vida sexual? – protestó Eva.
—Bueno, nosotras nos hemos encargado de todo y tú no has tenido que mover un dedo —le respondí con paciencia, intentando contener la risa.
—¿Pero habéis visto la cama? —insistió, señalándola como si le hubiera ofendido personalmente.
—Es una cama nido —le explicamos—. Si tienes compañía, solo tienes que abrirla.
—¡El nido es para los pájaros! —respondió refunfuñando y murmurando algo sobre "respeto a las necesidades personales".
Nosotras, muertas de risa, le gritamos desde el pasillo:
—¡Tienes aseo propio! ¡Exclusivo para ti! ¿Qué más quieres?
Edu se asomó con una media sonrisa, intentando disimular su satisfacción. Sabíamos que, a regañadientes, aceptaba su “nido.”
Lo que no esperaba, con el pasar de las semanas, era que Edu cogiera la extraña costumbre de aparecer en mi dormitorio a primerísima hora de la mañana los fines de semana. Mientras yo dormía plácidamente, él entraba, corría las cortinas, subía las persianas y se instalaba a mi lado en la cama para, según él, "tomar vitamina D" después de su ducha y antes de su desayuno.
Ahí estaba, solo con sus calzoncillos y envuelto en su albornoz, que dejaba cuidadosamente sobre mi silla como si fuera un invitado de honor. Y luego se sentaba a mi lado en la cama, estirándose como si estuviera en la playa y no en MI habitación. Yo apenas lograba abrir los ojos.
—¿En serio, Edu? —gruñí, aún medio dormida, mientras él se hacía el cómodo.
—Mi habitación no tiene tanta luz. Si quieres, podemos hacer el cambio —dijo con esa sorna suya, estirándose como si de verdad estuviera en un spa.
—¡Aaaargh! —me cubrí la cara con la manta, intentando bloquear la luz y el espectáculo mañanero en calzoncillos.
—Tranquila, Sofía. Duerme, que no me molestas para nada —respondió él, como si su presencia fuera de lo más normal.
Pero al final, esas mañanas, acababa aceptando mi derrota. Sin más remedio, me levantaba y me iba directa a la ducha, con la única misión de eliminar cualquier energía negativa que me hubiera dejado su “visita” matutina. Mientras el agua me caía encima, me preguntaba cómo había llegado a este punto de tolerancia extrema… aunque al menos tenía la vitamina D asegurada.
Septiembre fue un mes la mar de tranquilo. Salí del piso con mis muletas solo los tres días que tuve que subir a la universidad para hacer mis exámenes. Y, sorprendentemente, aprobé dos de tres. Con una sola asignatura pendiente, decidí ir a por todas y matricularme de 14 asignaturas este año. Quizás me vine un poco arriba, pero la energía de Eva era imparable.
—Hay que salir jueves, viernes y sábados —me dijo un día, convencida de que eso era un estilo de vida.
—Pero, ¿qué me estás contando? Paso, los viernes tengo clase temprano.
—Vale… Pues salimos viernes y sábados —respondió sin perder el ánimo—, pero entre semana al menos hay que hacer algo. Ir a casa de alguien, ir al cine… ¡Invitar a alguien!
—Madre mía, Eva… estoy descubriendo en ti un monstruo.
—¡La vida es corta! —dijo, como si fuera su mantra.
—Ya, ya… y el curso también.
Ella podía permitírselo porque le quedaban solo seis asignaturas para terminar su carrera. Lo tenía casi hecho y, por lo visto, quería disfrutarlo al máximo. Edu, en cambio, era un misterio. Cada año parecía que tenía más asignaturas y llevaba ya siete años en empresariales. Nunca supe cómo se lo montaba, pero parecía que estudiaba al ritmo de una tortuga.
Con el paso de los días, descubrí otro talento oculto de Eva: además de ser imparable y querer hacer planes a todas horas, ¡le encantaba cocinar! Se le daba de maravilla y encima disfrutaba haciéndolo para todos. Yo estaba encantada, porque lo de cocinar no era lo mío ni por asomo. Así que llegamos a un acuerdo perfecto: ella se encargaba de las comidas y las cenas, y yo de poner lavadoras, tender la ropa y mantener la casa presentable día a día.
Los fines de semana los habíamos reservado para la limpieza profunda, organizándonos por turnos… aunque pronto se hizo evidente que Edu y la limpieza no se llevaban bien. No había tocado un producto de limpieza en su vida, así que terminamos tomando las riendas nosotras y lo mimamos un poco, dado que tenía la habitación más pequeña. Eso sí, pusimos un límite: su mini habitación y su aseo eran su responsabilidad. Si él quería seguir viviendo en su caos en miniatura, era cosa suya.
Editado: 11.05.2025