Las dos corrían por las amplías y concurridas calles de Ciones, en busca de un último regalo. Un regalo ideal para el niño que en esos momentos tomaba sus clases de piano de mal humor. El hermano menor de Catrina había suplicado que la dejara acompañarla, diciendo que una dama de su posición no debía salir sin la escolta de un caballero.
Entre risas, su hermana le había obligado a regresar al salón de música, donde su estricto profesor lo esperaba listo para empezar la lección.
Con murmullos llenos de protestas, Sam obedeció la orden, permitiendo a la dama hacer su pequeña escapada, sin que su controladora tía supiera lo que planeaba.
Pensar en aquella mujer le daba escalofríos. Era alguien dura y ruin, apenas le había importado tenerla tocando durante horas el piano la noche anterior mientras daba una de sus habituales fiestas. Horas y horas en las que Catrina terminaba exhausta y con terribles calambres en los dedos que eran insoportables.
Si no fuera por Mónica y su cuidado la noche anterior ella no podría estar en condiciones de hacer esta escapada.
Para cuando se dieron cuenta el par de amigas llevaban más de tres horas en esa imposible búsqueda, la mayoría de todos los juguetes se encontraban vendidos y ninguno de los que quedaban eran lo que buscaban. Pero Catrina tenía en mente un lugar que aún no habían explorado, donde quizás si tenían suerte lograrían encontrar aquel tesoro que tanto huía de sus manos.
—Por Dios Mónica, mueve ese culo pomposo más rápido. Las tiendas van a cerrar en cualquier momento —sus tacos bajos, de un bonito celeste, resonaban en las baldosas de la vereda.
Su recogido estaba al borde del colapso, con varios mechones oscuros que enmarcaron su delgado rostro de una forma informal y hermosa que atraía la mirada de los pocos transeúntes. El vestido, a juego con sus tacos, con mangas cortas y un escote que deja los hombros al descubierto, el cuál su tía consideraba de mal gusto, con el corpiño adornado con detalles y un pequeño lazo en el medio, la falda era larga y de múltiples capas de volantes, lo que le daba un aspecto voluminoso mientras corrían.
Su dama de compañía y mejor amiga venía siguiéndola, escoltando y asegurándose que no cometiera alguna imprudencia en su loca búsqueda.
—¡Cati! Cuida tus palabras, alguien más podría oírte —respondió, un poco exaltada ante la informalidad en sus expresiones, no importaba la relación de amistad que las uniera, no podía permitir que su señorita hablara con tanta libertad en un lugar público. Catrina bajó la velocidad de su caminata y al fin pudo posicionarse a su lado con el pecho agitado.
—¡Vamos Monic! Solo estamos tú y yo. Además, mientras mi tía no me escuche no me importa perder mis modales —giró el rostro y con una sonrisa traviesa susurró para las dos—. Agiliza tu retaguardia o llegaremos tarde. ¿Eso te gustó más? Sonó más elegante.
Soltó una risita burlona a lo que Mónica solamente resopló, acercándose más a ella.
—¡No te metas con mi retaguardia, maldita belleza con patas! —le gritó en voz baja de vuelta. Ganándose otra risa de su amiga que ya estaba a trotando de nuevo, sin responderle y dejándola atrás nuevamente—. ¡Ve más lento!
—Si quisieras venir a correr conmigo en las mañanas, serías capaz de seguirme el ritmo.
—Mira, Cati, no a todos nos gusta levantarnos a las cinco y media de la mañana, para simplemente, salir a correr, ¡Son horas de sueño desperdiciadas! —exclamó Mónica levantando los brazos al cielo, intentando mostrar un punto que a Catrina poco le importaba.
—Bueno, como quieras, pero camina más rápido —señaló antes de volver a caminar más lento, Mónica soltó un suspiro agotado y comenzó a intentar seguir el ritmo apresurado que mantenía su amiga.
Entre maldiciones, quejas, y unas cuantas caídas por el camino, lograron llegar sanas y salvas a la vieja juguetería de la ciudad, dónde una sonriente viejita las aguardaba. Quizás Catrina y Mónica no fueron capaces de sentir la energía que esa dulce anciana, en apariencia, desprendía, ni sentir como la magia, camuflada en el dulce olor del chocolate caliente, se pegaba en sus vestidos. Tampoco notaron que esas bonitas y viejas piezas, talladas en una madera especial no eran simples juguetes. Pero no lo sabían y no le dieron importancia.
Entraron entre risas, y el leve sonido de una campana se escuchó cuando abrieron del todo la puerta, llamando la atención de la señora que leía tranquilamente un viejo manual de recetas para evitar el envejecimiento. Aunque en mi opinión, estoy seguro que esas recetas contenían, en su mayoría, cabello de niños y otras porquerías.
—Buenos días, señoritas, ¿En qué puedo servirles? —dijo amablemente, dejando el manual de lado para poder prestarles total atención desde detrás del mostrador.
—Buenos días —comenzó, teniendo que aclararse la garganta ya que su voz había salido aguda y baja, sintió la cálida mano de Mónica posando se en su antebrazo, dándole su apoyo silencioso para continuar—. Estoy buscando un juego completo de ajedrez, tallado a mano, si es posible —aunque se había esforzado horrores para poder decir esas pocas palabras, Catrina se sentía un poco orgullosa de sí misma, dejar de lado su timidez a veces era tan complicado.
—Es un gran jugador, no hay quién le gane —soltó Mónica, dándole miradas de aliento a su amiga, a la que le estaba costando un esfuerzo sobrehumano poder mantener una conversación con la desconocida. La señora la examinó, pensando que esa simple dama de compañía estaba olvidando cuál era su verdadero lugar, pero no dijo nada, intentando regresar su atención a la no la dama que parecía cautivada con una de sus creaciones.