El último baile

Primer extra Reencuentro

La noticia del incendio de la mansión se había corrido por toda la ciudad. Los vecinos salían para discutir lo sucedido y los oficiales se acercaban a los familiares de los heridos. 

Uno en especial se acercó, con la peor noticia que podría darle a Sofía Von Luis. En sus manos una carta improvisada, entregada a él por una de las señoritas cercanas a la desaparecida que había asistido esa noche al baile. 

Los nudillos enguantados golpearon con fuerza la puerta de roble macizo y una mujer lo abrió de repente.

En el interior Samuel miraba dónde su tía hablaba histérica con el oficial. Gritaba molesta y les exigía que hicieran algo. Lo que sea para que la encontrarán. 

El pequeño tenía en sus manos una caja envuelta en papel de regalo azul esperando ser abierto. Volvió a ver a su tía, con ansias de que en cualquier momento Catrina cruzará ese umbral, para poder abrirlos juntos, como habían prometido.

El gran árbol decorado con cintas plateadas y moños estaba lleno de obsequios pero para él lo único que realmente importaba era el que sostenía sobre su regazo. 

De Cati para Sam. Se leía en una etiqueta al lado del gran moño rojo que mantenía cerrada la caja.

Ella vendría. Le había prometido que lo abrirían juntos. La iba a esperar. 

Pero las horas pasaron y él no se movió de su lugar. 

Su tía se había encerrado a llorar en su alcoba, desesperada por encontrar una forma de que esa noticia no corriera como pólvora. Había quemado la carta que el oficial le había dado luego de romperla en mil pedazos maldiciendo a la joven dama. 

—¡Niña estúpida! —gritaba con rabia—. ¡Le dije, le dije e hizo todo lo contrario! 

Lágrimas brotaban de a cántaros, soltó los restos de papel viendo como se volvía cenizas para luego subir a su habitación. No salió durante días hasta que el padre de los niños regresó a la mansión.

Esa navidad fue la que manchó las siguientes. Sam esperó a su hermana al lado del fuego. Se negó a comer y a moverse por mucho que las sirvientas se acercarán a tratar de persuadirlo, no lograron hacerlo. El niño estaba destrozado.

—¡Ella vendrá! ¡Cati no puede dejarme! —había gritado, dejando escapar el llanto que llevaba aguantando.

Pero Catrina no volvería a pisar esa entrada y caminar por esos pasillos a su lado hasta muchos años después.

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50 años después

—Hay una mujer en la puerta —su hija se limpiaba las manos cuando lo sacó de su lectura. Samuel se bajó los lentes y la miró con una ceja arqueada.

—¿Y eso me importa porque…?

—Quiere hablar contigo, papá. Dice que es importante.

—¿Te ha dado algún nombre o algo?

Ella negó lentamente y desapareció por la puerta sin darle más opciones de ir a ver qué es lo que esa misteriosa mujer quería de él. 

Suspiró y dejó a un lado el periódico, levantándose con resignación y varias palabras de protesta que delataban el mal humor de esa mañana. La niña sentada a su lado levantó la mirada del plato con curiosidad luego de que su madre se fuera. 

—¿Vas a ver? —pregunto chupando uno de sus dedos llenos de mermelada. 

—Debo ir —respondió despeinando su cabello.

—Si vende dulces déjala pasar, abuelo —se río y provocó la misma reacción en el mayor.

—Claro que sí.

Con esas últimas palabras, Samuel dejó atrás el comedor y fue a la entrada de la mansión. 

La mayoría de sus hijos habían volado de la casa a temprana edad, luego de la separación con su esposa, su única hija decidió que sería bueno que su familia y él convivieran en la inmensidad de la mansión. Él no se había negado y con gusto los había recibido, ahora conviviendo más tiempo con su hija y nieta. 

Tomó el pomo de la puerta, abriéndola, sin tener en cuenta que del otro lado, una joven Catrina lo esperaba ansiosa, con Andrés a un costado, tratando de calmarla. La dama se mordía las uñas, algo que muy pocas veces hacía y se movía inquieta sobre sus pies. Aún no se acostumbra del todo a llevar pantalones, los cuales Mónica había insistido que eran demasiado cómodos y más prácticos. No lo negaba aunque dejar atrás las faldas era algo difícil, había estado con ellas gran parte de su vida. 

Enderezó la espalda y bajó las manos a sus costados cuando al fin lo vio. 

Había envejecido tanto, su pequeño hermano. Las lágrimas se acumularon tan rápidamente que tuvo que parpadear unas cuantas veces para tratar de hacerlas desaparecer. Fue una batalla perdida porque varias se derramaron. Andrés retrocedió, dándole el espacio suficiente a los hermanos para el reencuentro.

Cuando Samuel al fin la vio, sintió que sus ojos le estaban jugando una mala pasada. ¿Cómo podría ser esto real? La imágen que le mostraban era imposible. Porque su hermana no podía estar ahí. No podía ser porque se veía igual de joven que aquella noche. 

«—¿Me lees un cuento? 

—Con una condición. 

—¿Qué?




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