El pequeño comedor de mi casa esta, por primera vez en años, lleno de otros individuos aparte de mi madre y mi inconsciente mente.
Gabriela y William James habían adquirido como nueva rutina el venir a cenar a mi casa, todas las noches mi madre los recibía con una sonrisa de oreja a oreja mientras yo inventaba cualquier excusa para no bajar de mi habitación.
Excusas que se quedaban en el aire cada vez que William James sugería sonriente la solución a mis falsos problemas.
—Está riquísimo todo, Señora Leah—agradece el castaño devorando el plato de albóndigas de una sola sentada.
El sonrojo de mi madre no se hace esperar, sus mejillas se encienden como luces de navidad iluminando todo su rostro. Ella le dedica una sonrisa maternal mientras le da otro bocado a su plato.
—¿Ya me puedo retirar? —pregunto jaloneando las mangas de mi suéter para tapar mis manos, el frío de mi cuerpo nunca se iría.
Mi madre gira su rostro para dedicarme una mirada dolida, sabía que cada uno de mis comentarios la herían de una manera profunda, pero no podía evitarlo, era mi manera de prepararla para lo que se avecinaba.
—Marienn si quieres jugamos en la playstation—dice William James con una sonrisa encantadora.
Odiaba su buena energía.
Gabriela se gira hacia él dedicándole una mirada desconcertada, a veces olvidaba que Gabriela no tenía más de 18 años y nunca había tocado una consola de videojuegos en su vida.
—Solo quiero dormir—respondo alejando el plato de mi vista.
Las ganas de bostezar me invaden de algún momento a otro, apenas había probado bocado de la cena, y el sueño invade todo mi sistema.
El pequeño comedor no daba abasto para cuatro personas en el, los platos quedaban algo juntos los unos con los otros y para mi pequeño infortunio, mis manos chocaban con las del castaño.
William James me dedica una de sus inexplicables sonrisas ladinas, los hoyuelos se le marcan en las mejillas y sus ojos mieles transmiten tanto que me hacen sentir incómoda.
—Si quieres puedo acompañarte hasta la cama, te leo algo para que duermas—se ofrece amablemente, mi madre sonríe ante su entusiasmo y Gabriela sonríe ante la idea de que un extraño para ella sea tan amable con una moribunda.
Sopeso la mejor manera de rechazar su oferta, pero me era imposible, no respondo al instante, pero luego de jalonear por enésima vez las mangas de mi suéter me armo de valor para contestarle.
—Si amaneces muerto—comienzo a decir—, soy la responsable.
Él asiente sin quitar por un segundo su sonrisa.
—¿Ya me puedo retirar?
Mi madre asiente, satisfecha porque, luego de muchos años de negativas, por fin había aceptado algo.
Por fin estaba llenando de luz mis sombras favoritas.
Me levanto de la silla de un salto, provocando que todo mi mundo se nuble por un segundo, siento como poco a poco pierdo la visibilidad, muy lejanamente siento como una silla se corre y unas manos me toman como si pesara como una hoja.
Esos brazos me aferran a su cuerpo transmitiéndome el calor que tanta falta me hacía. Todo sucede como en cámara rápida, el tiempo pasa absurdamente hasta que la suavidad de mi cama me abraza como a una vieja amiga.
—No estás sola, Marienn— escuché decir—estaré contigo hasta el último latido de tu corazón, aunque no lo entiendas.
Todo era demasiado confuso.
Una pequeña muestra de afecto se ve reflejada en mi frente, la calidez de unos labios se posan por unos micros segundos, podía jurar que lo había inventado, pero la frialdad que siento después me hacía dudarlo.
Los brazos del mundo de los sueños me reciben con su habitual cariño, entre tantas nubes y calidez, el canto de alguien desconocido llena mis oídos, es suave, dulce, transmite tanta dulzura que me es imposible resistirme ante su melodía.
Me permito acostarme entre las hierbas, el pasto me hace cosquillas en las mejillas, el sol me pega en los pies, me hace sentir cálida, viva, no quería despertar. Siento como alguien se sienta a mi costado haciéndome compañía.
—Aún no es tu momento— escuché decir, pero no logro distinguir su timbre de voz.
—¿Cómo estás tan seguro?
La voz carraspea, siento como acaricia mi mejilla con delicadeza y luego se levanta, alejándose de mí.
—Porque aún tienes mucho por vivir.
La calidez me invade por completo, el canto se detiene y el sol ya no calienta. Abro los ojos, mi cuarto está en penumbras y me falta el aire. El dolor en mi cuerpo es insoportable, no puedo levantarme, ni moverme.
Desde lo más hondo de mi ser emito un grito que sería capaz de despertar al planeta tierra, a los pocos segundos aparece mi madre. Mi vista se nubla y el dolor es lo único que soy capaz de distinguir, en algunas partes era más apacible que en otros, pero todo quemaba, ardía como si el infierno estuviera ardiendo en mi cuerpo.
A los pocos minutos el mundo se torna oscuro, y no soy capaz de ver la luz.