El Último Beso Bajo Las Estrellas

- 4. EN LOS BRAZOS DE LA MUERTE -

Despierto, pero no sé a qué terrible costo, aún.

Todo mi cuerpo es como una máquina conectada a demasiados tubos, el zumbido de las máquinas provocaba que mi cerebro explotara, el cansancio era algo de todos los días y el dolor era lo que me mantenía despierta.

La pequeña habitación del hospital era mi fiel recordatorio de que mis días estaban contados.

Mi corazón latía con demasiada lentitud, aunque a mi percepción cada latido era como comer arena.

Mi madre yacía dormida en un incómodo sillón a mi costado, su mano no se separaba de la mía, el frío comenzaba a hacerse presente, la fatiga me estaba cobrando horas de sueño y no era capaz de moverme lo suficiente como para arroparme mejor.

Intento moverme, pero el resultado no fue el esperado.

Mi madre se levanta de un tirón de la silla, sus ojos están irritados, a leguas se nota que ha estado llorando.

Por mi culpa.

Su rostro emite demasiadas emociones en un segundo hasta que nota que estoy despierta, se acerca hasta mi posición pasando una de sus manos por mi mejilla, la calidez de su cuerpo me invade de golpe, acomoda mis sabanas para evitar que me enfríe de más.

—Cariño—murmura besando mi frente, intentando contener las lágrimas—, despertaste.

Me cuesta hablar, pero con mucho trabajo logro asentir.

—Dios mío, que susto me has dado.

Mis ganas de rodar los ojos son inmensas, pero el sueño era más grande que mi mal genio. Cierro los ojos para caer nuevamente en los brazos de Morfeo, muy a lo lejos, como un sonido constante estaba el sonido de las máquinas.

Era el recordatorio de que aún estaba con vida.

¿Pero cuánto tiempo más tendría esa suerte?

La inconsciencia era mi lugar feliz, no había dolor, no había cáncer, no había remordimientos. Solo estábamos mis pensamientos y yo.

Y por ahora, el fastidioso sonido de fondo.

Cuando soy capaz de abrir los ojos una segunda vez, el frío se hace insoportable, inconscientemente jaloneo las mangas de mi inexistente suéter, la horrenda bata blanca del hospital era mi actual vestimenta y la sensación de los pinchazos estaba empezando a empeorar.

Todo era demasiado intenso en este momento.

Abrir los ojos una vez más parecía una tarea imposible, los somníferos estaban desapareciendo del cuerpo, noto como una enferma se acerca para revisar mis signos vitales, en esta ocasión mi madre no está.

La habitación se siente demasiado sola, demasiado fría.

Quería dormir.

—Hola—saluda amablemente la enfermera—, sí que nos diste un susto.

No respondo.

Sinceramente estaba cansada de esos comentarios: nos diste un susto, casi no la cuentas, ¿Por qué no estás internada para prolongar tu calidad de vida?, eres una guerrera.

Creo que de todos el que más odiaba era el término guerrera, como si tener cáncer fuera un privilegio que solo los guerreros pudiéramos luchar.

—Fuiste muy valiente—sigue diciendo—, aunque debo hablar con tu madre acerca de los resultados.

Junto toda mi fuerza para poder contestar.

—Soy mayor de edad—digo con la voz quebrada, la garganta me picaba, mover la boca era un nuevo infierno—, dígame que tan malo es.

La enfermera sopesa mis palabras, se acerca hasta una mesilla y me sirve un poco de agua, me ayuda a incorporarme para poder beber, aunque no sabía que tanto tiempo tendría para hacer las cosas sola.

La última vez que estuve internada un tubo salía de mi boca lo que me impedía hablar, agradecía que esta vez no lo tuviera.

—Fase cuatro—comenta, alejando el vaso de mí, el sabor metálico me invade—, demasiado avanzado como para poder combatirlo, tus estudios son devastadores.

No respondo, pero el grito emitido por mi madre me da a entender que no estaba preparada para escuchar las nuevas noticias, se acerca hasta mí con los ojos llorosos, su nariz goteaba y el labio le temblaba, se aferra a mi mano y cierra los ojos.

Sabía que estaba orando.

Quería llorar, no por el hecho de que me recordaran mi nefasto estado de salud, sino por el hecho de ver a mi madre destrozada por mi inminente partida.

—¿Cuánto tiempo tengo? —logro decir.

Mi madre aprieta con fuerza mi mano, noto como sus labios se mueven sin decir palabra alguna, quería tener su fortaleza, pero ya era tarde.

—No mucho.

La enfermera termina de anotar algunas indicaciones en mi expediente y se retira, cierra la puerta tras de sí, dejándonos a mi madre y a mí en mi posible lecho de muerte.

Cierro los ojos, el haberme esforzado para decir un par de palabras me agotaba, escucho como la puerta se abre nuevamente, pensé por un segundo que la enfermera se había olvidado de alguna indicación adicional, pero sus pasos sonaban diferentes.

El desconocido toma mi mano con suavidad, no se aferra a ella, simplemente es como un cosquilleo sus dedos en mi mano, hasta que habla.

—Marienn—dice.

William James estaba a mi lado, junto a mi madre y mi cuerpo moribundo postrado en una camilla. Ambos suben nuevamente la sabana para poder taparme, la mano de William James roza delicadamente mis pálidas mejillas. Abro los ojos, él me mira fijamente su sonrisa amigable está en su rostro aunque sus ojos reflejarán otra verdad.

—Descansa, estaremos aquí.

Cierro los ojos una vez más, lo último que soy capaz de percibir es que el castaño se acerca hasta mi madre para consolarla, escucho cuchicheos, pero estoy demasiado cansada como para distinguir lo que dicen.

Solo quería descansar sin sentir dolor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.