Eran las doce en punto de la noche del jueves cuando Frank Pickles engulló el último trago de su décima cerveza. Había pasado la noche entera frente la grasienta barra de madera corroída de “El duque negro” un solitario bar del centro de la ciudad.
El lugar no contaba con más de cuatro mesas que languidecían vestidas con manteles de cuadros rojos y floreros sin flores que hacían las veces de cenicero. Altas sillas de madera y cuero sostenido con remaches de acero las escoltaban.
La iluminación era tan recortada como el espacio en aquella cantina: una lámpara de cuatro bombillos se mecía sobre la barra como adormecida por una canción de cuna, y sobre cada mesa, bailaban al mismo compás otros cuatro bombillos, uno sobre cada una; un lugar bastante lúgubre si tienes veinte años, pero a los 40 de Frank era como un refugio alejado de la irritante jovialidad del bebedor inmaduro.
Pickles visitaba “El duque negro” dos veces por semana y consumía diez cervezas que acompañaba de dos cigarrillos: uno entre la quinta y sexta jarra y otro que encendía al salir para charlar consigo mismo en el trayecto a casa entre calada y calada.
Quien conoce, estimado lector, a nuestro amigo, podría dar fe de su recorrido inalterable para volver a su antiguo apartamento en el edificio “El Carmelo”: 15 minutos por dos oscuras calles de aceras empedradas, casi en línea recta luego de salir por el portal de El duque.
Esa noche, sin embargo, algo sucedió.
Luego de su última cerveza se levantó de la barra y ya en la calle, alguien desconocido se acercó a ofrecerle fuego para encender su cigarrillo. Un hombre gordo y rechoncho, de tez blanca quemada por el sol, escaso cabello amarillo y una barba pegajosa de varios días disfrazándole la falta de un diente. Encendió este extraño ser una llama frente al rostro de Frank que inmediatamente le sumió en un sopor.
Pickles emprendió su camino a casa y no se supo más de él.
Fue visto una semana después, exactamente el jueves a las 12:15 de la madrugada dando la última aspirada a un cigarrillo. Frank tenía ahora el cabello totalmente blanco, su traje estaba roído, sus manos arrugadas y su rostro profundamente envejecido. No volvió a salir de su casa, pero, quienes después lo han visto, aseguran que narra historias de la guerra de independencia con detalles tan precisos que escaparían al conocimiento de cualquier historiador.
Asegura que el mismo George Washington le ofreció el fuego de su último cigarro.
Nota del autor: Es importante destacar que este relato varía en algunas versiones según testigos, pues algunos aseguran que no fue Washingotn quien encendió el último cigarro de Frank, sino Xicomecóatl, un cacique mexicano conocido también como “el cacique gordo”. Algunos cronistas de callejón endosan esta misteriosa lumbre al mismísimo Napoleón Bonaparte. Sin embargo, la duda se apodera de mí al confiar en dichos testimonios, pues estos personajes no encajan con la descripción que el mismo Frank Pickles da del portador del fuego.
Dejo en tus manos este relato y a tu discernimiento la tarea de descifrar ¿quién encendió el último cigarro de Frank Pickles?.
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Editado: 30.05.2021