El último cigarro de Frank Pickles

Alex Seclen

El sonido de las teclas rebotaba en el techo del minúsculo cubículo de Frank Pickles. En su vieja máquina de escribir destilaba las últimas líneas de la crónica de un asalto poco relevante para el diario “El Universal”, donde se buscaba a duras penas la vida.

El sueño le nublaba las ideas y la prosa, y esto lo frustraba, porque Frank era un poeta, un poeta de la narración, que cautivaba a sus lectores puliendo con palabras la corrosión del crimen, lijando cada suceso con eufemismos y metáforas para entregar al lector un retrato de la miseria humana digno de leer.

 Al otro lado de la sala, entre humo de tabaco y café frío, su amigo, Alex Seclen también se empinaba sobre su máquina y martillaba a todo dar la entrega semanal de su columna de relatos “Las guerras de mis abuelos”: una serie de aventuras contadas por veteranos de diferentes guerras a las que dedicaba horas de investigación nocturna con Frank, investigación que desgranaban los jueves como un ritual en el viejo bar “El duque negro”.

Acompasadas con la percusión de las teclas y como en armonía con el tic tac del reloj de la pared, se escuchaban las suelas de goma de Joseph Cromador. El jefe de redacción, un tipo alto y desgarbado, de cabello y barba trasquilados, con un inexorable tufo a títere de la mafia y que había llegado hasta allí, según cuentos de camino, gracias a una cadena de favores turbios a los elementos del último piso del periódico. Se sabía que en las calles le conocían como “El flaco”.

El flaco se desplazaba por la sala como alineando un pelotón de fusilamiento, se pavoneaba altanero por el estrecho pasillo, atravesando el túnel de luz dorada que se filtraba entre los ventanales. Alzaba el cuello, y con una ceja levantada bajo una gota perlada de sudor, clavaba su ojo derecho en la tarea de Alex Seclen. Frank observaba todo mientras el sueño hacía que se derritiera en su silla como una vela encendida a las ánimas.

Luego de cinco pasos más sobre sus pegajosas suelas, el flaco dio un giro sobre sus talones y grito:

-¡Diez minutos para el cierre de la redacción y necesito sus notas en mi escritorio, no quiero que el polvo siga ocupando el espacio de sus hojas de porquería!

Se escuchó, como un murmullo de abejas, el subidón en el repiqueteo de las teclas de decenas de redactores, Alex estrujó su cigarro en el viejo cenicero de lata y apuró su café frío derramando un chorro en su corbata ocre de cuadros que se sacudió entre maldiciones antes de arrancar la hoja de la maquina destartalada.

Al regresar de la intimidante entrega, miró desde lejos, con ojos de gracioso desconcierto, a Pickles, que lo esperaba aun languideciendo para fumar el cigarro del receso. Había una nota, escrita a puño, sobre la libreta de apuntes de Seclen.

El receso transcurrió silencioso entre nubes de humo. Alex meditaba y quiso hablar, pero Pickles bostezaba.

No dijeron nada.

Frank se esfumó sin decir adiós y Alex Seclen releyó la nota pensativo.

“Tus historias si tienen villanos. Te espero el martes a las siete en El duque negro.”




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