El último cigarro de Frank Pickles

Ana y Oscar

Un ejército de nubes grises cubría el cielo en posición de guerra, con actitud soberbia esperaban la señal del Dios trueno para acribillar a los transeúntes con gotas de agua helada en la última hora de la tarde. El crepúsculo había quedado opacado ante la dura tiniebla que se cernió sobré una ciudad que ya era bastante gris. Un deprimente escenario que coqueteaba con el desastre.

Alex Seclen, en la puerta de entrada de El Universal, se debatía entre correr a su casa a resguardarse del distópico escenario o acudir a su misteriosa cita: “Nos vemos el martes a las 7:00 pm en el duque negro”, decía la extraña nota. Finalmente, el darse cuenta de que no tenía cigarros lo convenció de emprender la caminata hasta el bar y descubrir quién había dejado el extraño mensaje.

Eran las 6:50 cuando Alex llegó al Duque negro, el viejo radio anunciaba la hora, con una voz que sonaba ahogada por la interferencia del clima y por los años que desgastaban cada vez más el funcionamiento del viejo aparato. Ricardo Mucuchíes restregaba la barra con un viejo trapo, aparentemente para sacar el polvo, aunque este estuviera ya anclado a la madera como una capa de barniz indeleble.

 

- ¡Dos cajas de cigarro y una cerveza Ric!, ¡si me lleva la tormenta que sea feliz!.  Gritó Alex al entrar mientras se sacudía la suciedad con la que la fuerte brisa había decorado su vieja chaqueta.

 

Pocos minutos después, se dibujó en la puerta algo extraño en un lugar como El duque negro: una figura de mujer que con los dedos se alisaba el cabello rojizo a la vez que zapateaba en la vieja alfombra para dejar las marcas del agua, que, ya de a poco, intentaba anegar las calles casi desiertas.

En la penumbra del corto pasillo de entrada, apenas iluminada por la tenue luz de un bombillo desnudo en el techo, la mujer parecía una ilustración de acuarela; su largo abrigo marrón, se pincelaba de sombras que cambiaban de forma al ritmo de sus movimientos.

Ambos hombres se paralizaron, Ric, se la quedó mirando con una expresión de extrañez en el rostro, pero Alex… Alex se congeló en mitad del primer sorbo a su cerveza, mientras la espuma y el dorado líquido luchaban por colarse entre los labios tensos de su víctima.

¡Cuánto tiempo!

Era Ana Vega, una vieja amiga de “La universidad de la vida”. Un club selecto de su juventud que hace quince años había tenido su última reunión, antes del matrimonio de Ana con Oscar, un policía retirado a la fuerza, que fungía como investigador privado de alta esfera.

Seclen se levantó nervioso de su silla, que se quejó con un crujido del brusco movimiento:

- ¡Ana!

 

La primera conversación no superó los 20 minutos y la efímera alegría de Alex se desvaneció. El esposo de Ana había sido asesinado luego de avanzar una investigación relacionada con dos extranjeros dueños de medio país que decidió empezar por cuenta propia.

Ana Vegas abrió un portafolio de cuero negro en el que guardaba la ficha de tres personajes relacionados con el caso y una pequeña bitácora llevada por Oscar. Había tres retratos que Ana había dibujado según descripciones que encontró en las bitácoras y fichas. Tenía que huir, pero no podía hacerlo sin estar segura de exponer de alguna manera a quienes habían acabado con su vida y se habían llevado a su esposo. Cerró la carpeta y se la entregó a Alex antes de levantarse.

 

- Toma eso y vámonos.

 

Alex se levantó y tomo la carpeta, garabateó algo en un papel que metió en su libreta de apuntes y entregó todo a Ric, mientras Ana arrastraba con sus manos las arrugas que se marcaban en su abrigo; como si pudiera espantarlas; como si con sus palmas pudiera barrer el tiempo; como si con la sacudida de sus dedos pudiera planchar el alma.

 

- Guarda esto bien para verlo el jueves con Frank. - Dijo Alex a Ric.

 

Anduvieron conversando por las calles desoladas, bajo una lluvia persistente aun disfrazada de llovizna, cuidando de no resbalar por la humedad del concreto, con el olor a tierra mojada empeñado en adueñarse de sus sentidos, las gotas nublaban la visión a larga distancia y solo eran capaces de percibir con nitidez los objetos y movimientos que se mantenían en un espacio no mayor a 10 metros.

Cuando llegaron a la plaza mayor, al frente de la centenaria catedral, se despidieron. La luna, aún luchaba por abrirse paso entre la bandada de nubes que ahora, en un cielo oscuro, lucían en contraste casi blancas. Dos monjes del convento de San Francisco observaban la escena desde una banca de la plaza, como quien acude a una representación teatral de la edad media, como juzgando desde la seguridad de su capucha si la historia, es o no, obra de una pluma embrujada.

Alex apoyó sus codos en la baranda de hierro forjado que circundaba la plaza, observando desde lejos como Ana Vega se perdía entre la bruma del deprimente temporal, como una prisionera encerrada en una celda de barrotes de agua que se enclavan en el suelo por orden del firmamento.

Su mente daba vueltas, mientras mantenía la mirada en un horizonte inexacto, percibiendo por momentos a hombres y mujeres que como espectros cruzaban corriendo entre las sombras para evitar la tormenta que se avecinaba y no terminaba de mostrar su verdadero rostro.




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