El último cigarro de Frank Pickles

El campeonato mundial de boxeo

Miércoles, 7:00 am:

Una taza humeante de café y un cigarro precedieron la salida de casa de Frank Pickles, el sol de la mañana atravesaba las ventanas de la cocina y le dio una corta solemnidad al diminuto ritual, pero Frank no encendió la radio ni meditó demasiado. Tomó las llaves y salió.

Atravesó la ciudad hasta El Universal en su Vespa Sportique gris de 1965, las calles y avenidas registraban los vestigios de una tormentosa noche y el sol narciso se reflejaba en los charcos cegando los ojos de los transeúntes. Carteles en todas las paredes anunciaban el espectacular combate de boxeo en el que esa noche se disputaría el campeonato mundial de peso superligero: grandes posters, volantes, segmentos de radio, solo se hablaba de ese tema.

La sala de redacción no distaba mucho de la realidad en la calle, algunos obreros reparaban un ventanal hecho pedazos gracias a la rama de un árbol caído durante el vendaval. Los reporteros aprovecharon el obligado receso para discutir fervientemente sobre las posibilidades de cada boxeador, sus records, sus habilidades; hasta se levantó una mesa de apuestas administrada por el flaco, quien contabilizaba y calculaba ganancias y pérdidas según iban aumentando las apuestas, se escuchaban risas, el café iba y venía, era todo un suceso.

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Martes, 11:00 pm:

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Alex Seclen fue arrastrado con enorme fuerza hasta el fondo de la catedral por los dos monjes que lo habían reducido en la plaza, un tercer religioso se unió como guía con una linterna cuando cruzaron una puerta para atravesar un pequeño jardín empedrado; afuera, la voraz tormenta rebotaba contra los techos y los truenos retumbaban como cañones de guerra a campo abierto desorientando aún más a Alex que ya casi no oponía resistencia.

Se detuvieron un momento, el viento parecía querer derribar las ventanas, las puertas, arrancar el techo, abrir cualquier hueco para rescatar a Alex, pero no lo consiguió.

—¿Qué es esto?, ¿Quiénes son ustedes?, ¿Por qué me tienen aquí? —Nadie respondió nada.

Bajo la funda, Alex escuchó el sonido crujiente de una madera antigua, acompañado de un vapor fétido que se alzó de golpe desde el suelo. Se internaron por el acceso que había quedado descubierto y la entrada fue sellada nuevamente con la madera tras un golpe seco.

—¿Adónde me llevan? ¡Suéltenme!

Los tres monjes obligaron a Alex a bajar unas escaleras interminables, empinadas y de peldaños cortos, de una piedra lisa que le provocó al menos tres caídas. Al final del descenso le descubrieron la cara.

Se extendía ante ellos un enorme túnel de bloques de piedra que rezumaban una humedad mohosa, iluminado precariamente por antorchas que ardían cada 20 metros. La profundidad a la que bajaron había logrado acallar el estruendo de la tempestad y los oídos se llenaron de un vacío que solo era interrumpido por el sonido de gotas rompiendo en charcos.

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Miércoles 10:15 am

La algarabía de las apuestas había cesado, un remiendo en el ventanal alcanzó para que las máquinas dieran inicio a su concierto de teclas. Sobre el escritorio de Pickles había una nota por redactar: el arrollamiento y muerte de Ana Vegas en la avenida principal.

La cara de Frank se desdibujó, de golpe su presión bajó a sus más bajos niveles y un escalofrío le recorrió la espina dorsal, no podía ser la misma Ana Vegas, alzó la vista como buscando una explicación en el empapelado verde de la pared, recorrió con la mirada la sala pero Alex no estaba allí. Le faltaba el aire. La foto del cuerpo inerte de Ana, la pequeña mancha de sangre seca bajo su cabeza y los ojos abiertos, el dolor eternizado en el rigor mortis.

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Martes, últimas horas de la noche.

Alex estaba empapado, tiritaba de frío, en el oscuro túnel se podía escuchar el sonido de sus zapatos enchumbados mientras caminaba, su chaqueta estaba pesada, su camisa blanca pegada al pecho. Anduvieron a paso apresurado unos 200 metros hasta llegar a una estancia con tres puertas de hierro a cada lado, como puertas de calabozo, cada cual con una ventanilla enrejada a la que solo se alcanzaba en puntas de pie. Los dos monjes arrojaron a Seclen a una de las celdas haciéndolo caer de bruces y el guía aseguró la puerta entre chirridos de hierro oxidado.

Debían ser las 3 de la mañana, Alex esperaba encogido en un rincón, asustado, desconcertado, pensando en Ana, en ese portafolio que no examinó: ¿qué contenía exactamente?, ¿era por eso que estaba allí?, ¿Qué lugar era este?, ¿Un túnel debajo de la catedral o de qué otro lugar?, ¿Quién lo secuestró? o ¿Era acaso un arresto oficial? No podía ser.

De las paredes, a penas iluminadas por el reflejo de luz de las antorchas que brillaban afuera pendían cadenas y se recostaban armatostes de madera y hierro de los que ignoraba la utilidad pero cuya imagen no era nada alentadora... La incertidumbre lo carcomía hasta que, ya febril, finalmente se quedó dormido.

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