El último cigarro de Frank Pickles

Alex y el Obispo Miguel Acevedo, 140 Km/h

A lo largo del viaducto al litoral, sobre un asfalto ardiendo por el calor se deslizaba con su carrocería azul un Chevrolet impala de 1960. El sol, prepotente, se proyectaba sobre la carretera levantando pequeñas nubes de vapor que provocaban un irritante espejismo en el horizonte. Mientras en la radio sonaba “Si tu vois ma mère” de Sidney Bechet, Oscar Gámez grababa en su mente la imagen de un inmenso mar que se mezclaba con el claro cielo a su izquierda.

Un hombre, reportado meses atrás como desaparecido había sido encontrado muerto en un pequeño pueblo de pescadores que dieron aviso a la policía. Oscar, que fue designado para esclarecer el caso, detuvo su automóvil a la orilla de una playa y caminó sobre la arena caliente hasta el lugar en el que una pequeña aglomeración de policías tomaba apuntes y fotografías dentro de un triángulo de cintas amarillas con la inscripción “POLICÍA NO PASE.”.

Se sabe que la víctima contaba con unos 60 años y era leñador en una importante compañía maderera. No mostraba signos de violencia, parecía que hubiera encontrado la muerte por casualidad mientras disfrutaba de un paseo por la playa. Tenía una esposa repostera y ningún hijo.

Oscar sintió una enorme empatía hacia la Sra. Martha, quien lo esperaba ahogada en llanto en la comisaría, ataviada con un vestido de flores entallado con un cinturón de la misma tela. Martha le recordó a su madre, pero, involuntariamente e inocente del futuro que les esperaba, imaginó que Ana luciría como ella cuando, ya viejos se sentaran en el porche de su casa a comer galletas con leche.

Durante el improvisado interrogatorio, en el que Martha aseguraba que su esposo jamás discutió, ni se vio envuelto en alguna reyerta, también se pudo saber que la víctima habló de haber descubierto un laboratorio aparentemente clandestino, cercano a los campos donde se talaba la madera, por el que se movían muchas personas, entraban y salían con trajes blancos, como de hule, y con extrañas máscaras del mismo material cubriéndoles la cara.

Dos semanas después de que la autopsia hubiera revelado la presencia de extraños químicos en la sangre del difunto, Oscar recibió una orden de Estado que le solicitaba cerrar el caso bajo la afirmación de una muerte por causas naturales, pero él decidió hacer caso omiso, por lo que fue abruptamente retirado del caso y despedido del departamento de policía.

Por diez meses Oscar se desempeñó como investigador a sueldo, estudiando siniestros para las aseguradoras y demostrando casos de infidelidad a esposos y esposas adinerados. Paralelamente seguía en comunicación con Martha, se había hecho adicto a sus tortas de chocolate y crema y su compromiso de resolver la verdadera causa de la muerte de su esposo seguía firme. Pero una tarde fue encontrado muerto en las mismas circunstancias que el esposo de Martha.

A las 5:00 de la mañana Frank escuchaba atento el relato que el flaco le contaba a puerta cerrada en su oficina a la mañana siguiente de haber recibido el portafolio de Ana y Oscar. Se sabía que Oscar y Joseph Cromador se habían conocido gracias al pasado turbio de éste último. Sin mencionar la carpeta, Frank se había acercado al flaco para indagar detalles sobre la muerte de Oscar, ocultando sus intenciones tras el suceso reciente de Ana y la nota que se le encargó redactar.

Luego de haber sido arrastrado hasta una especie de terraza en el alto campanario de la catedral, donde el Obispo Miguel Acevedo lo esperaba de pie, los dos monjes soltaron a Alex. Reducido y cansado observaba el lugar, toda la ciudad se divisaba desde donde estaban, cuatro esquinas formadas por unas columnas que, sostenían las campanas enjauladas sobre ellos. Eran las 4:00 de la madrugada del jueves y el obispo observaba la metrópoli como un rey que observa victorioso sus dominios luego de una guerra. Alex comprendió que los monjes actuaban bajo el efecto de una ciega devoción y obediencia.

Mientras pasaban lentos los minutos, Seclen escuchaba de boca del Obispo Acevedo, como Oscar había muerto por querer interponerse en la misión que Dios había puesto en sus manos y las de los fieles Señores Martin Hubert y Fiedrich Arthur de recuperar el dominio del Todopoderoso sobre los hombres de la tierra. Era frustrante para el delirante Obispo, que la humanidad no entendiera que algunos individuos están hechos para servir, ¡para el sacrificio en pro de los designios de Dios! Y como en una clase magistral de Historia le explicaba como el hombre se había auto condenado al sublevarse en siglos pasados contra aquellos a quienes Dios había dispuesto para gobernar la tierra.

Hubert y Arthur financiaban la obra del obispo, su expansión, su poder, y a cambio, eran reconocidos en la comunidad, como fieles devotos, ejemplos de vida santa, gracias a éste.

El Obispo Miguel Acevedo insistió en conocer el paradero del portafolio de Oscar y ante la negativa de su interlocutor gritó:

—¡Ana murió por eso mientras te traíamos aquí, Alex!, ¡no era más que un estorbo para nuestra obra, una muchachita con ínfulas de heroína enamorada! ¡¿quieres correr con la misma suerte?!

Los ojos de Alex Seclen, que hasta entonces no tenía noticias de Ana, se desorbitaron y su mirada se inyectó de sangre y rabia, su pecho se hinchó de una furia que hizo que recuperara las fuerzas perdidas. Alex, quien secretamente había amado a Ana desde los tiempos de la facultad, recordó su risa, el tono de su voz, su mechón de cabello rojizo cayéndole sobre los ojos, su imagen en el salón de clases mientras tomaba apuntes con su mano izquierda, sí, Ana era zurda, con su personalidad volátil de a ratos, pero siempre artística, inteligente, tan creativa y espontánea. Y en su memoria le sonrió y fue cómplice de sus pensamientos:




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