El último deseo

El Brujo

Después dijeron que aquel hombre había venido desde el norte por la puerta de los cordeleros. Entró a pie, llevando de las riendas a su caballo. Era por la tarde y los tenderetes de los cordeleros y de los talabarteros estaban ya cerrados y la callejuela se encontraba vacía. La tarde era calurosa pero aquel hombre traía un capote negro sobre los hombros. Llamaba la atención.

 

Se detuvo ante la venta del Viejo Narakort, se mantuvo de pie un instante, escuchó el rumor de las voces. La venta, como de costumbre a aquella hora, estaba llena de gente.

 

El desconocido no entró en el Viejo Narakort, condujo el caballo más adelante, hasta el final de la calle. Allí había otra taberna, más pequeña, llamada El Zorro. Estaba casi vacía, aquella taberna no gozaba de la mejor fama. El ventero sacó la cabeza de un cuenco de pepinillos en vinagre y dirigió su mirada hacia el huésped. El extraño, todavía con el capote puesto, estaba de pie frente al mostrador, rígido, inmóvil, en silencio.

 

--- ¿Que va hacer?

 

--- Cerveza --- dijo el desconocido. Tenía una voz desagradable.

 

El posadero se limpió las manos en el delantal de tela y llenó una jarra de barro. La jarra estaba desportillada.

 

El desconocido no era viejo, pero tenía los cabellos completamente blancos. Por debajo del abrigo llevaba una raída almilla de cuero, anudadá por encima de los hombros y bajo las axilas. Cuando se quitó el capote todos se dieron cuenta de que llevaba una espada en un cinturón al dorso. No era extraño pues en Wyzima casi todos portaban armas, pero nadie acostumbraba a llevar el estoque a la espalda como si fuera un arco o una aljaba.

 

El desconocido no se sentó en la mesa, entre los escasos clientes, continuó de pie delante del mostrador, apuntando hacia el posadero con ojos penetrantes. Bebió un trago.

 

--- Posada busco para la noche.

 

--- Pues no hay --- refunfuñó el ventero mirando las botas del cliente, sucias y llenas de polvo ---. Preguntad acaso en el Viejo Narakort.

 

--- Preferiría aquí.

 

--- No hay. --- El ventero reconoció al fin el acento del desconocido. Era de Rivia.

 

--- Pagaré bien --- dijo el extraño muy bajito, como inseguro.

 

Justo entonces fue cuando comenzó toda esta abominable historia. Un jayán picado de viruelas, que no había apartado su lúgubre mirada del extraño desde el momento mismo de su entrada, se levantó y se acercó al mostrador. Dos de sus camaradas se quedaron por detrás, a menos de dos pasos.

 

--- Ya te han dicho que no hay sitio, bellaco, rivio vagabundo! --- gargajeó el picado de pie junto al desconocido ---. No necesitamos gente como tú aquí, en Wyzima, ésta es una ciudad decente!

 

El desconocido tomó su jarra y se apartó. Miró al ventero, pero éste evitó sus ojos. No se le ocurriría defender a un rivio. Al fin y al cabo, ¿A quién le gustaban los rivios?

 

--- Todos los rivios son unos ladrones --- continuó el picado, dejando un olor a cerveza, ajo y rabia ---. ¿Escochas lo que te digo, degenerado?

 

--- No te oye. Tiene boñigas en las orejas --- dijo uno de los que estaban detrás. El otro se rió.

 

--- Paga y lárgate --- vociferó el caracañado. El desconocido le miró por primera vez.

 

--- Cuando termine mi cerveza.

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.