El Último Deseo de Cupido

Capítulo 1: El Arca de Noé. (versión corazón roto)

¿Alguna vez han pensado que no están hechos para el amor?

Yo sí. Y no solo lo he pensado, lo he confirmado con pruebas, testigos y hasta evidencia fotográfica.

Por alguna razón cruel, malvada y un tanto sádica, Cupido me tiene bronca. No me lanza flechas de amor, no. Me lanza dardos envenenados, con GPS directo a lo peor de la fauna humana. O que se cansó de lidiar contigo, dejándote a la deriva, porque con el único que llevas bien es con el vino.

Mis amigas me llaman Noé. Según ellas, mi corazón es un arca que atrae a toda clase de bicho y ponzoña sobre la faz de la tierra. Y no exageran. He tenido de todo: perros, lobos con piel de oveja, zorros astutos, osos perezosos, cabras locas, sapos… y una que otra desgracia con patas.

Pero, a pesar de todo, sigo creyendo—con fe de mártir—que algún día aparecerá el “Homo sapiens” adecuado.

—Tal vez tenga que cambiar de zona geográfica —me dije un día, con la esperanza tonta de que los hombres mejoraran con el paisaje. Pero no funcionó.

¡Bendito Dios! En mi próximo intento voy a ir al Amazonas o a África. Buscaré al jefe de alguna tribu ancestral para que me haga un conjuro. A ver si así se me va la sal o la maldición, o lo que sea que tengo encima.

Aunque, siendo honesta, a veces pienso que mi destino es no tener pareja. O debe ser un unicornio: solo existe en la imaginación.

Entonces, en mis momentos de claridad existencial, me repito a mí misma: “Mi misma, mejor sola que mal acompañada”. Gran frase de consuelo para los que Cupido tiene en la lista negra.

¡Diablos! ¿Será posible que de verdad tenga tan mala suerte en el amor? ¿Será que el día que me bautizaron usaron alcohol en lugar de agua bendita? Se lo voy a preguntar a mi madre algún día, cuando tenga valor y esté segura de que no me manda a recoger duraznos a saturno.

A mis veintiocho años ya tengo un historial digno de novela. Me casé, me divorcié —todo en menos de un año, - un experimento fallido. Luego viví en concubinato con el que mi amiga llama “el mago”, porque nada por aquí, nada por allá… literalmente nunca sabía nada ni hacía nada. Otra velita que se apagó antes de tiempo.

Después vino “el banquero”, que pensó que yo era su cajero automático. Además, resultó más falso que una moneda de cuero. Otro que mandé a volar sin escalas.

También pasaron varias estrellas fugaces, fulgores que duraron lo que un suspiro.

Lo único que me falta en este camino, es ser amante de un hombre casado o convertirme en “sugar mommy”. Eso ya sería la tapa del frasco.

¿Qué será lo que me sobra o me falta?, me pregunto con frecuencia. ¿Seré demasiado exigente? ¿O tan racional que busca la perfección en medio del caos? ¿O tal vez soy de esas personas a las que solo las quiere su madre y ni modo? No lo sé. Pero esta vez, lo juro, voy a tratar de relajarme. Dejar que las cosas fluyan, que pase lo que tenga que pasar.

Esa es la consigna de este paseo. En este momento estoy en un avión, rumbo a una isla paradisíaca donde una de mis mejores amigas, literalmente, me arrastró. Me dijo: “Te metes al mar tres veces y te quitas toda esa mala energía”.

Y yo, que ya no creo ni en los signos del zodiaco, le dije: “Va”.

Si sumara todos mis romances en un solo periodo, apenas acumularía tres o quizás cuatro años de pareja continua.

¡Santo Dios! Parece que soy un desastre como compañera. Pero, ¿qué puedo hacer? Yo no nací para aguantar a ningún pendejo que me dé más dolores de cabeza que alegrías.

Creo que esta mujer —hermosa, luminosa e inteligente— se merece a alguien que no se asuste por tener una mujer exitosa al lado.

Y si me pongo a recordar a mi amadísimo exesposo, las ganas de viajar al pasado y hacerle caso a todas las señales que decían “no te cases con ese estúpido” me invaden. Pero no. Yo, como buena bruta, ciega y sordomuda, me lancé con los ojos cerrados.

El universo me habló claro: el día que le mostré los anillos a mi prima, estos rodaron por una grieta en el suelo y se perdieron en el abismo. Literal. Hubo que romper el piso para recuperarlos. Señal divina.

Y así fue: el matrimonio duró exactamente un año. En el divorcio, el muy miserable se llevó hasta las cucharas. Y no es una metáfora. Se llevó todos los regalos de boda que le dieron “sus” familiares y, para rematar, el carro que yo había comprado. Gracias al cielo no tuvimos un hijo, porque habría sido capaz de partirlo en dos.

Los otros especímenes también tienen su lugar en mi diario de guerra sentimental. Cada uno me enseñó algo: a no confiar tanto, a ser más escéptica, a cuidar más mi paz.

Y aunque no lo parezca, sigo creyendo que algún día llegará el indicado. O por lo menos uno que no me quiera robar las cucharas.

Para no hacer más larga la historia, diré lo que ya es un hecho: Cupido y yo tenemos una guerra declarada. Él me lanza a sus peores soldados, y yo… los despacho con honor. Así de simple.

Pero hoy, con el mar por delante y la esperanza en el equipaje, declaro:

"Yo, Giovanna Torres, prometo dejar de pretender expectativas imposibles en los hombres. Y si durante este viaje conozco a alguien interesante, me dejaré llevar. Sin pensarlo demasiado."




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