(O de cómo una mirada se convierte en un error con anillo)
Lo vi por primera vez en una reunión de amigos, de esas a las que nadie quiere ir, pero en las que todos terminan quedándose hasta la madrugada. La música vibraba en las paredes y el aire tenía ese aroma confuso de perfume caro mezclado con el dulzor del alcohol. Él apareció entre la multitud, con una camisa blanca que le ceñía el torso más de lo necesario y una sonrisa que parecía ensayada frente al espejo. Pero lo que realmente me atrapó no fue su apariencia, sino su forma de escuchar.
Sus ojos oscuros eran atentos, pero era su quietud lo que me desconcertaba: asentía con suavidad, hacía pausas antes de responder, como si pesara cada palabra antes de soltarla al mundo. Irradiaba una calma ensordecedora, la clase de serenidad que una confunde con madurez cuando aún no ha aprendido a distinguir entre el silencio y el vacío.
—¿Te gusta el vino tinto o blanco? —preguntó, alzando su copa hacia la luz temblorosa del bar.
—Depende de la conversación —respondí.
Una sonrisa lenta, calculada, se extendió en su rostro, como si acabara de descifrarme en un solo intercambio. Yo, ingenua, quise creer que era una conexión mágica.
La noche olía a lluvia retenida, al vapor de la calle empapada y al eco distante de risas ajenas. Las luces del bar se deslizaban sobre el pavimento como acuarelas diluidas. Caminamos hasta mi auto mientras el viento nocturno nos envolvía en una burbuja de historias, recuerdos de infancia y sueños rotos que dejamos caer en la conversación como piezas de un rompecabezas incompleto. Y allí, justo frente a la puerta, me miró con una intensidad que me erizó la piel.
—Podría acostumbrarme a estar contigo —murmuró.
Sentí su voz como una llave girando en una cerradura demasiado oxidada. Mi corazón, estúpido y crédulo, creyó que aquella frase abría una puerta que llevaba demasiado tiempo cerrada.
Los primeros meses fueron una película francesa: silencios prolongados, caricias etéreas, mensajes a medianoche que llegaban como susurros en la oscuridad. Me traía café con frases escritas en la tapa, me hablaba de sus planes, de su familia, de lo poco que había amado antes.
Y yo… yo me tragué el guion completo.
Pero las alertas llegaron antes de lo previsto. La primera fue el vacío incómodo cuando hablábamos del futuro, como si las palabras se desmoronaran antes de cruzar la distancia entre nosotros.
La segunda, su incapacidad para disculparse, el modo en que evadía cualquier conversación que implicara una grieta en su perfección.
La tercera, esa manera cruel de hacerme sentir exagerada cada vez que expresaba algo que me incomodaba.
—No es para tanto, Giovanna —decía sin levantar la vista del celular—. Tú te complicas por todo.
Y sin embargo, seguí. Porque todas las relaciones tienen cosas. Porque nadie es perfecto. Porque me convencí de que podía con eso. Mentiras que una se dice para justificar lo que ya duele.
Las noches comenzaron a volverse demasiado largas. A veces, el insomnio se sentía como un castigo. Él, dormido a mi lado, era una presencia sin peso, un cuerpo sin esencia. Me abrazaba, pero su piel era fría, ajena, más distante que el suelo helado del baño al amanecer.
Me volví experta en excusar ausencias, en justificar desplantes, en narrar nuestra relación a otros como si fuera un cuento feliz. Pero cuanto más intentaba sostener la ilusión, más se desvanecía entre mis dedos.
La gota final fue el día de mi cumpleaños.
Me había prometido una cena especial, un regalo inolvidable, algo que quedara en mi memoria como un destello de felicidad. Lo inolvidable fue que apareció tarde, sin regalo, con el aroma del alcohol impregnado en su piel y una excusa tan endeble como su compromiso:
—Me atraparon en una reunión de trabajo.
Tenía un brillo extraño en los ojos, pero no era emoción. Era culpa diluida en la arrogancia.
Esa noche lloré en la ducha, con el agua, quemándome la piel como si pudiera arrancarme la tristeza a chorros. Me miré en el espejo, los ojos hinchados, el labial corrido. Me dije a mí misma:
“No más.”
Y, aun así, continué.
Porque el siguiente capítulo fue peor. Fue cuando me propuso matrimonio.
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Editado: 03.09.2025