La propuesta no fue romántica. No hubo velas, ni mariachis, ni atardecer dorado. Fue en su apartamento, una noche cualquiera, después de una discusión absurda sobre una serie de televisión que yo no quería ver. El aire olía a café frío y a cansancio acumulados. Estábamos sentados en silencio, yo con los brazos cruzados, él con esa mirada suya de superioridad resignada, como si soportarme fuese otra tarea pendiente.
De pronto, sin preludio, sin emoción, dijo:
—Tal vez deberíamos casarnos.
La frase cayó entre nosotros como un objeto pesado sobre una mesa de cristal.
Y yo, actriz consumada de relaciones rotas, sonreí.
—¿Lo dices en serio?
—Claro —respondió, con esa indiferencia pulida que usaba para todo—. Ya llevamos tiempo juntos. Es lo lógico, ¿no?
No fue un “te amo”, no fue un “quiero compartir la vida contigo”. Fue un trámite. Un “ya toca”, dicho con la misma convicción de quien firma el contrato de un arriendo porque, simplemente, no hay mejor opción.
Y… sin embargo, acepté.
No por amor, sino por miedo. Miedo al qué dirán, al fracaso, a tener que explicar por qué otra relación mía no funcionó. Mis amigas celebraron, mi madre lloró de emoción, y yo… fingí.
Fingí que la ilusión era real. Fingí que esa piedra en el pecho era felicidad y no alarma.
El anillo me quedaba grande. Literal y simbólicamente. Pero no lo mandé a ajustar. Algo en mí quería que se cayera, que se perdiera, que el universo lo tragara.
Y el universo escuchó.
Un día, mostrándoselo a mi prima, el anillo rodó por el suelo, rebotó contra una rendija y desapareció en una grieta profunda.
—¡Es una señal! —gritó mi prima, medio en broma.
Yo solté una risa tensa.
Tuvimos que romper parte del piso para recuperarlo. Y aun así, no lo solté. Volví a colocármelo, como si pegar un suelo fuera igual a reparar una relación quebrada.
Los meses que siguieron fueron una coreografía forzada: elección del vestido, prueba del menú, fotos para las invitaciones. Él participaba lo justo. Delegaba casi todo. Decía que confiaba en mi gusto, que no era “de esos hombres que se meten en cosas de mujeres”.
Pero lo cierto es que no le importaba.
Cada vez que hablábamos del matrimonio, sus respuestas eran evasivas, su entusiasmo perezoso. Su cuerpo estaba presente, pero su alma… ausente.
Y yo me convencía con frases como:
"Los hombres son así."
"Ya después del matrimonio se comprometerá más."
"Es el estrés de la boda."
Pero no era estrés. Era desinterés. Era la confirmación de lo que yo ya sabía: que me estaba casando con alguien que no me veía. Que no me escuchaba. Que solo me sostenía la mano cuando había testigos.
El día de la boda amaneció con un cielo gris. Literalmente. Llovía como si el cielo estuviera tratando de detenerme a gritos.
Me puse el vestido blanco y sentí el encaje, rasparme los hombros, el tul apretarme el pecho como un susurro de advertencia: "Estás atrapada."
Me miré al espejo. No me vi radiante. Me vi disfrazada.
Cuando entré a la iglesia, sentí que caminaba hacia una ejecución emocional.
Y, sin embargo, avancé.
Sonreí para las fotos. Recité los votos con voz temblorosa. Y cuando nos declararon marido y mujer, supe que había firmado una sentencia.
Lo supe con cada aplauso que se sentía como una puñalada, lo supe cuando él me besó con los labios secos y la mirada esquiva, lo supe cuando, en la fiesta, pasó más tiempo con sus amigos que conmigo.
Y sin embargo, seguí.
Porque ya estaba hecho. Porque todos estaban felices. Porque no podía defraudar a nadie… excepto a mí.
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Editado: 03.09.2025