El Último Deseo de Cupido

Capítulo 8 – La Luna de Miel Desastrosa

(O de cómo entendí que el para siempre duraría apenas unos días)

Elegimos una isla, casi en la esquina del planeta, de esas que aparecen en los catálogos de agencias de viaje con mares turquesa, palmeras arqueadas y cabañas flotantes con nombres cursis como “El Nido del Amor”.

Yo imaginaba arena blanca, paseos de la mano al atardecer, desayunos en la cama, piel bronceada, risas bajo las sábanas, practicar tres capítulos del Kama Sutra como mínimo (de todo, eso fue lo que menos hicimos), pero no. Esperaba que la boda fuera solo el prólogo… que la luna de miel nos reconciliara con la ilusión.

Pero desde el aeropuerto, supe que había cometido un error irreparable.

Estaba de mal humor porque le extraviaron la maleta. En lugar de buscar una solución, pasó horas maldiciendo al personal, lanzando miradas de superioridad, tratándome como si yo fuera parte del problema.

—¿Por qué no revisaste mejor los tiquetes? —dijo, sin mirarme.

No tenía la culpa. Pero igual me callé. Como muchas veces antes, como muchas veces después.

El hotel era hermoso, sí. Pero entre nosotros no quedaba ni rastro de magia. Ni siquiera de deseo, al parecer no cupo en las maletas. Dormíamos en la misma cama, pero éramos huéspedes extraños compartiendo habitación por error.

El primer día se la pasó revisando el celular.

—Es por el trabajo, amor —murmuraba. Y a mí se me retorcía una tripa.

“¡Quién diablos trabaja en su luna de miel!” Fue mi grito mental.

Pero su sonrisa se encendía cada vez que hablaba con Andrea, la colega que parecía tener más prioridad que yo. Andrea, la misma que fue mi dama de honor —no es broma— porque a él le dio la gana de que así fuera. Una mujer que yo no conocía, pero al parecer el sí. Demasiado para mi gusto.

Yo me mordía el labio, me repetía que no era celosa, que estaba exagerando. Pero en el fondo, me sentía invisible. Un accesorio caro que llevaba a su lado por costumbre.

Las cenas eran silenciosas, el sexo fue mecánico – tenía más emoción un dolor de muelas — Y al tercer día, ni siquiera eso. Me quedé vacía, como una suite de lujo sin muebles, como una postal sin mensaje al reverso.

Una noche hubo una tormenta. El viento aullaba, la lluvia azotaba los cristales, y el océano rugía con una furia que sentí propia. No pude dormir. Me levanté, salí al pequeño balcón de madera y me dejé caer bajo el aguacero. Quería sentir algo. Cualquier cosa, quería que me partiera un rayo.

El agua fría me caló los huesos, me hizo tiritar, pero fue más reconfortante que su presencia dentro de la habitación.

Él ni se dio cuenta. Dormía profundamente, con una pierna fuera de la sábana, ajeno, inmune, imperturbable.

Y ahí, empapada, sola, deshecha en silencio, lo supe:

"Ese no era el comienzo de mi vida con alguien."

"Era el final de mi capacidad de mentirme."

Cuando volvimos a casa, no hubo fotos compartidas, ni anécdotas para contar. Solo maletas llenas de ropa que no usamos y un álbum vacío. Y la certeza, clavada como una astilla bajo la piel, de que ese matrimonio era una farsa con fecha de vencimiento. (igual al yogur de mi nevera)




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