(O de cómo un “para siempre” puede convertirse en un infierno de papel y silencio)
El día que firmé el divorcio, sentí que me desangraba por dentro, aunque por fuera conservaba la rigidez de una estatua de mármol.
Era una tarde gris, el cielo se derramaba en llanto como si el universo compartiera mi pena. La lluvia golpeaba las ventanas del despacho del abogado, un lugar sofocante que olía a cuero viejo y a derrota acumulada. Papeles apilados sobre la mesa, cláusulas frías que me quemaban los dedos. Un trámite impersonal para sepultar algo que alguna vez fingió ser amor.
Allí estábamos, él y yo, frente a frente, rodeados de testigos ajenos a nuestra tragedia real. Tratando de entender sus absurdas exigencias; no le bastaba con haberse llevado mis esperanzas, arrinconado mi dignidad, partido el corazón en mil pedazos, no, él quería más, mucho más.
Él, con esa mirada congelada en indiferencia, reclamaba hasta lo imposible: el carro que yo había comprado, todos los regalos de boda, incluso las cucharas del juego que tanto me había gustado. (Un regalo de mi madre).
Cada palabra que pronunciaba era un dardo envenenado, una confirmación de que nunca hubo ternura en su amor.
Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies, como si la tierra misma estuviera tragándome. Había llegado a los pasillos del infierno, un pase dorado que gané sin comprarlo.
Recuerdo el frío helado recorriéndome la espalda cuando, sin un atisbo de remordimiento, dijo:
—No mereces nada más.
Pero lo peor fue el silencio que siguió a esa frase. Un silencio denso, sofocante, más cruel que cualquier palabra.
Volví a casa con la certeza de haber perdido no solo a un hombre, sino también una parte de mí. Una que quizá nunca recuperaría.
Las paredes me oprimían, el aire estaba cargado de polvo y recuerdos rotos, de promesas marchitas que aún flotaban en los rincones y que ´pronto se convertirían en los fantasmas de mi soledad.
Pasé noches enteras mirando el techo, escuchando el eco de palabras que ya no tenían dueño. La ausencia de su voz era un vacío oscuro que me devoraba.
El divorcio no fue solo un trámite legal. Fue una autopsia de la ilusión, al amor.
Un duelo por lo que nunca fue, por la confianza traicionada, por el tiempo invertido en una mentira bien construida.
Pero también fue el principio de mi renacimiento.
Porque a veces, para encontrar la luz, primero hay que atravesar la oscuridad más profunda.
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Editado: 03.09.2025