Han pasado meses desde aquel día en el despacho del abogado, pero la herida todavía duele, a veces punza con fuerza, otras veces solo es un latido sordo que me recuerda que sobreviví. Me he acostumbrado a la soledad, a esa compañera silenciosa que no juzga ni exige.
Aprendí que no todo lo que brilla es oro, que no todos los “para siempre” están destinados a durar, y que el amor, cuando es verdadero, no duele así.
Que el amor no es una cadena, ni un contrato, ni un peso que se arrastra.
Que el amor es libertad.
He recogido mis pedazos dispersos, con las manos temblorosas y el corazón abierto, y los he convertido en fuerza. He vuelto a mirarme en el espejo, esta vez sin miedo, sin máscaras.
Sé que fui joven, (veintiuno, cuando me divorcié), que me equivoqué, que me permití caer en un espejismo.
Pero también sé que esa experiencia me enseñó a ser más sabia, más valiente.
Me enseñó a reconocer mis límites y a no conformarme con menos de lo que merezco. Y aunque el camino sigue siendo incierto, camino con paso firme, con la certeza de que lo mejor está por venir. Porque, a veces, hay que perder para poder encontrarse.
Este capítulo de mi vida queda cerrado, no con rencor, sino con gratitud.
Gracias a ese “para siempre” fallido aprendí a amar de verdad, empezando por mí misma.
Ahora, dejo atrás las sombras y abro las ventanas para que entre la luz.
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