(O de cómo un “casi algo” puede doler más que un nunca)
No todos los amores duelen por lo que hicieron. Algunos duelen por lo que nunca hicieron.
Por lo que se quedó flotando entre miradas que no se atrevieron, palabras que nunca se dijeron, momentos que se deshicieron como humo en el aire.
Él no fue un novio. No me rompió el corazón… al menos no del todo.
Nunca me hizo promesas, ni me pidió que me quedara, ni me juró un para siempre. Y, sin embargo, fue uno de los capítulos más intensos y confusos de mi historia.
Lo conocí en una época tranquila, cuando no buscaba nada y tampoco esperaba demasiado. Tenía esa mezcla rara entre ternura y misterio.
Era inteligente, sensible, de esos que te escuchan con todo el cuerpo. Cuando hablábamos, el mundo se detenía; horas que parecían minutos, silencios que no pesaban. Y risas, muchas risas, e esas que brotan sin esfuerzo, que nacen del alma.
Pero por alguna razón —o quizás por todas— nunca cruzamos esa línea invisible.
Siempre estábamos “a punto de”:
A punto de besarnos.
A punto de confesarnos algo.
A punto de perdernos el miedo.
Nunca pasó. Y, sin embargo, pasó todo.
Hubo una noche, especialmente, que se me quedó tatuada en la memoria.
Estábamos solos, sentados frente a una fogata en una finca.
Las brasas crepitaban, el cielo estaba cuajado de estrellas, y él me miró como si pudiera ver más allá de mis palabras.
—¿Alguna vez has sentido que estás donde debes estar? —me preguntó.
Y yo quise decirle: “Sí. Aquí. Contigo.” Pero no lo hice.
Solo sonreí. Y él también sonrió… con esa tristeza sutil que solo entienden los que saben que algo bello está por no suceder.
A veces me pregunto si él sintió lo mismo. Si en algún rincón de su mente también repasa ese momento, ese casi-beso que nunca fue.
Si, también recuerda mi risa o la forma en que me recogí el cabello mientras hablábamos de libros que nos cambiaron la vida. Nunca lo sabré. Porque con él, todo quedó en el aire.
Y aunque ya no duele como antes, sigue habiendo una pequeña punzada cuando lo recuerdo. Una parte de mí siempre se va a preguntar qué habría pasado si uno de los dos se hubiera atrevido.
“El hombre que no fue” no me dejó cicatrices visibles. Pero dejó una marca silenciosa, como esas canciones que te estremecen sin entender por qué.
Porque el amor que no se vive, a veces, pesa más que el que termina mal.
Porque lo que pudo ser, vive en el limbo de lo eterno.
Y aunque no fue mío, aunque nunca me abrazó con promesas, le agradezco…
Porque me enseñó que el amor no siempre se mide por el tiempo o la intensidad. A veces, se mide por el eco que deja.
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Editado: 03.09.2025