“Y pensar que vine aquí a no llamar la atención…”
Todo iba bien. Demasiado bien. Y ya sabemos lo que eso significa. Cuando todo fluye sin tropiezos, solo hay dos posibilidades: o estás soñando, o estás a segundos de hacer el ridículo más memorable de tu existencia.
Spoiler: yo elegí lo segundo. Aunque “elegí” es una palabra generosa. La verdad es que el universo eligió por mí. Y lo hizo con saña.
Esa mañana me levanté con la absurda idea de vivir una experiencia “auténtica”. Algo típico de la isla, algo que me hiciera sentir parte del lugar, menos turista con protector solar y más espíritu libre con alma caribeña.
¿Mi elección? Tomar agua directamente de un coco.
Ya sé. Muy postal de Instagram, muy influencer zen con pie descalzo y piel bronceada. En teoría sonaba perfecto.
En la práctica… fui yo, en plena batalla campal con una fruta más dura que mis traumas infantiles. Lo tenía entre las piernas, sujetándolo con una mano, intentando abrirlo con una especie de cuchillo que parecía sacado de una caja de cereal. Una señora local me había dicho que era fácil. Mentira. Esto era CrossFit tropical.
Y entonces pasó lo inevitable.
El coco se me resbaló, mi pie también, y terminé cayendo de espaldas con una torpeza tan espectacular que juraría haber escuchado un coro celestial, marcando el clímax de la humillación.
Para coronar la escena, el coco —maldito sea — decidió explotar. No sé cómo. No sé por qué. Solo sé que estalló como una promesa rota, lanzando su jugo pegajoso por toda mi cara, el torso, la dignidad.
Allí estaba yo: empapada, resbalando en el suelo arenoso como un pez fuera del agua, con el cabello lleno de trozos de cáscara, y una mirada que gritaba “mátenme, pero háganlo rápido”.
Y fue justo ahí cuando lo vi.
No, al coco. Al socorrista.
Camisa abierta hasta el tercer botón —¿por qué tan casualmente sexy? —, piel tostada por el sol y una sonrisa… Dios, esa sonrisa. Insolente, como si supiera que el universo lo había puesto ahí para presenciar mi escena final.
Tenía ese aire despreocupado de alguien que podría salvarte la vida, pero solo si estás dispuesta a hacer un trato con el diablo. Un diablo musculoso, de ojos claros y nombre probablemente ridículo. Tipo “Thiago” o “Axel”.
Parecía sacado de una novela de verano, de esas que lees con una limonada en mano y expectativas bajas.
—¿Estás bien? —preguntó, con esa expresión entre preocupación y burla, que solo hace más difícil tragar el orgullo.
No se rio, pero estaba al borde. Lo sentí. Cada músculo de su cara lo traicionaba.
Y claro que no estaba bien.
Estaba empapada, oliendo a batido rancio, pareciendo una versión deprimente de Tarzán con resaca. Una mezcla entre abandono emocional y fruta tropical.
—Solo estaba ensayando una caída dramática —respondí, intentando componerme mientras mi trasero aún patinaba en el piso mojado—. ¿Qué tal estuvo? ¿De uno a “nunca me hables”, qué puntaje le das?
Él soltó una risa. Pero no fue de esas risas crueles que te rematan cuando ya estás por el piso. No. Fue una risa cálida, suave, como un atardecer que no juzga.
Y por un instante —uno muy breve, lo juro— sentí que el mundo se detenía.
Que tal vez no estaba tan mal hacer el ridículo, si él estaba ahí para presenciarlo.
Y eso, mis queridos jueces del sentido común, fue el principio del fin de mi huelga emocional.
El momento exacto en que algo dentro de mí —quizá una neurona aburrida o mi parte más irresponsable— levantó la mano y gritó: “¡Meh, ¿qué podría salir mal?!”
Porque ese socorrista, con nombre de novela romántica y torso de portada de revista, apareció justo cuando yo creía tener todo bajo control.
O bueno, lo más parecido a control que he tenido en años.
Tan controlado como la brisa antes de un huracán.
Como una pestaña postiza en medio de un vendaval.
O sea: nada.
Lo admito. No vine a esta isla a enamorarme.
Vine a sanar, a tomar distancia, a encontrarme conmigo misma, bla, bla, bla…
Y, sin embargo, si me ven cayendo —otra vez—, pero esta vez por alguien... Mientan por mí.
Digan que fue el coco.
O el calor.
O el maldito encanto de un socorrista con risa de redención.
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Editado: 03.09.2025