“Spoiler: el único que alcanzó la paz interior fue mi repelente”
Uno de los grandes “beneficios” de estar en una isla espiritual y zen —según el folleto que me encajaron en el aeropuerto, junto con una pulserita de bambú y una promesa de transformación interior— era la oportunidad de reconectar con tu “yo más auténtico”.
Y aunque mi primer impulso fue tirarlo a la basura junto con el recibo del protector solar, hubo una palabra en ese panfleto que lo cambió todo: piña colada gratis.
Así terminé, a las seis de la mañana, con los párpados pegados por la falta de dignidad (y sueño), sentada en posición de flor de loto. O bueno, una versión libre y francamente derrotada de esa postura ancestral, que en mí se parecía más al cadáver de una rana existencialista.
A mi alrededor, un grupo de desconocidos respiraba como si intentaran absorber el alma del universo por las fosas nasales. Algunos llevaban pantalones bombachos, otros cargaban cuarzos, y todos compartían la misma expresión de “he venido a sanar, pero también a juzgarte en silencio”.
Y al frente, Él.
El gurú.
Vestía una túnica blanca de lino que parecía salida de una tienda orgánica con precios ofensivos, tenía barba de comercial de champú vegano, y unos ojos tan intensos que daban ganas de preguntarle si alguna vez había amado a alguien que se robó tu cuenta de Netflix y luego se fue con otro.
O si alguna vez le había picado un mosquito en la nalga mientras intentaba alcanzar la iluminación.
—Vacía tu mente —dijo, con voz grave y pausada, como si cada palabra estuviera bendecida por la sabiduría milenaria.
Y yo lo intenté. Juro que lo intenté. Pero lo único que logré vaciar fue mi tolerancia.
Porque en ese instante, los mosquitos —esos pequeños terroristas del Caribe— decidieron que yo era el plato principal del desayuno. Me estaban devorando con la ferocidad de una suegra pasivo-agresiva.
Me comían viva, mientras yo trataba de mantener la compostura y no gritar “¡NAMASTÉ, MIS NALGAS!”. El tipo al lado mío parecía tener una conexión emocional con su mat de yoga, porque no paraba de soltar suspiros… profundos… húmedos… como si estuviera teniendo una epifanía o un orgasmo silencioso. No estaba segura. Me daban ganas de ofrecerle un cigarro y pedirle que se pusiera pantalones.
Y entonces, el gurú, iluminado por el sol que asomaba tímidamente entre las palmeras, me señaló con gesto solemne y preguntó:
—¿Qué estás sintiendo ahora, hermana?
Respondí sin filtros, porque a esa altura ya había perdido la vergüenza y, aparentemente, el alma:
—Principalmente picazón. Y un poquito de arrepentimiento existencial.
Silencio… pero en fondo sabía, que todos me habían lanzado un mantra de desaprobación.
Nadie se rio. Ni un solo “om” desafinado. Solo un aire de desaprobación colectiva que se sentía más fuerte que el aroma a aceite de coco rancio que flotaba en el ambiente.
Bueno, nadie excepto él.
El socorrista. Otra vez.
Estaba al fondo, cruzado de brazos, recostado contra una palmera como si fuera parte de la postal. Tenía esa sonrisa de: “esto es mejor que cualquier serie” y unos ojos que decían “me estoy divirtiendo más de lo que debería”.
Perfecto. Mi colapso espiritual ahora tenía público VIP.
Y así, entre el karma en mi contra, los zancudos voraces y una piña colada tibia que me supo a traición líquida, entendí una gran lección de vida:
No importa cuán lejos huyas.
No importa cuántos talleres tomes, ni cuántos cuarzos te pongas en el sostén.
Si Cupido quiere joderte la paz, lo va a hacer.
A veces con una flecha.
A veces con una mirada inesperada.
Y a veces...
Con un socorrista con demasiado tiempo libre.
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Editado: 03.09.2025