(O de cómo el universo tiene un sentido del humor muy peculiar)
Salí a caminar. Quería airear los pensamientos, dejar que el mar me dictara sus respuestas saladas. Entonces —como si el universo, escondido tras el mostrador del check-in, hubiera esperado este instante solo para burlarse— decidió que “ese” era el momento preciso.
Allí estaba: en la playa, la cámara reposando entre sus manos morenas por el sol, encuadrando la tarde como si fuera un fragmento natural del paisaje… como si no hubiera sido una de mis decepciones más rotundas.
Hay nombres que uno cree enterrados.
Y luego, de la nada, los ves caminando hacia ti con el mismo maldito encanto de siempre. Como si los años no pasaran. Como si tu corazón no recordara que, con él, nunca hubo un cierre real… solo puntos suspensivos.
Un calor extraño me trepó el cuello.
—No puede ser… —murmuré, el sabor metálico del recuerdo en la lengua.
Camine derecha, escondiendo mi mirada bajo los lentes oscuros, haciéndome la tonta (soy invisible, si no te miro), como sí él fuera un huésped más, alguien que no conozco.
—Hola, Gio —saludó, bajando la cámara lentamente, su voz baja, sonó áspera, como si apenas se le permitiera romper la distancia.
Me di vuelta. Y ahí estaba. “Fabián”
Sí, ese Fabián. El “casi algo” que me hizo reír más que nadie y desaparecer más rápido que todos.
Mi cerebro empezó a emitir alertas internas:
“Cuidado: flashbacks emocionales en proceso.”
“¡Red de contención activa! Este sujeto dejó huella.”
“Repito: NO FUE TU EX. Pero te dolió COMO SI LO FUERA.”
"Gio". Así, a quemarropa, como si fuéramos viejos camaradas.
—Fabián. Qué conveniente. Te invoco con un mal recuerdo y apareces.
Él ladeó una sonrisa. Sus ojos chispearon.
—¿Quieres una foto? Estás en el ángulo perfecto para un meme.
Reí a regañadientes. Maldita sea. Todavía conservaba ese humor insolente que me arrancaba sonrisas por la fuerza.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, más sorprendida que hostil.
Aunque mi corazón quería lanzarle una piña. (La fruta. Pero congelada.)
—Trabajo como fotógrafo para una campaña de turismo… qué sorpresa encontrarte aquí.
Claro. Porque el universo nunca improvisa. El universo orquesta caos con ojo de franco tirador.
Nos quedamos en silencio. El tipo todavía sabía sonreír con la boca, los ojos y la maldita forma en la que se inclinaba hacia mí como si nada hubiera pasado.
—Te ves bien —dijo.
Y yo sonreí. Esa sonrisa tipo “gracias, pero me costó años de terapia”.
—Y tú te ves… igual.
Traducción: no he olvidado una mierda.
Fabián fue ese casi que me escribía a medianoche con “¿nos vemos?”, pero nunca me invitó a una cita real.
Ese que me decía que le gustaba “mi forma de pensar” mientras me miraba como si pudiera leerme la ropa interior. Nunca fuimos novios. Pero fuimos algo.
Y cuando se fue sin decir adiós, me dejó con más preguntas que recuerdos.
Lo observé con detenimiento. La piel más tostada, surcos finos alrededor de los ojos, como pequeñas marcas de salitre y tiempo. Seguía atractivo, había que admitirlo, pero “ese” no era el punto. El punto era que me había dejado plantada una noche, bajo la lluvia, con un vestido rojo pegado al cuerpo y la dignidad hecha agua.
—¿Vacaciones? —preguntó.
—Exorcismo. Vine a ver si se me sale el demonio del mal gusto amoroso.
—¿Funciona? —curvó los labios con una sonrisa ladeada.
—Aún no he hecho los baños —mentí descaradamente. Y no sé por qué.
—¿Puedo acompañarte?
Quizás por esa respuesta. De pronto me sentí como el emoji del diablito morado.
—¿A exorcizarme?
—A nadar. Aunque, si te revuelcas en la arena, puedo grabar: “El ritual de la mujer herida”. Sería un documental de culto.
Volví a reír. Más de lo prudente. Su tono sonaba distinto: menos seductor, forzado, más genuino, como si hubiera renunciado a aquel papel de bohemio libre e intenso que lo hacía irresistible y, a la vez, insufrible.
Esa tarde paseamos por la playa. Las olas nos lamían los tobillos con espuma tibia; el cielo se teñía de coral y magenta. Fabián preguntó por mi vida sin afán de rellenar silencios. Escuchaba. Se reía de mis ironías no para lucirse, sino para compartir el momento.
Le conté que me había casado, aclaro que cuando lo conocí ya hacía rato me había divorciado. Lo que pasa es que esa parte de mi vida la borré y a nadie le ando contando mi mala experiencia.
—¿Y qué pasó? —preguntó genuinamente sorprendido.
—Digamos que se llevó hasta las cucharas. – fue todo lo que dije.
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Editado: 03.09.2025