El Último Deseo de Cupido

✨Capítulo 21 – Arena, ron y otras formas de acercarse.

(O de cómo la confianza se construye entre cocos y carcajadas)

Al tercer día, Fabian ya sabía que no tomo café sin leche, que odio las crocs con una pasión desmedida y que no puedo resistirme a una buena piña colada, aunque me saque ronchas.

Y yo había descubierto que él se duerme viendo documentales de historia, tiene un pánico inexplicable a las gallinas —sí, gallinas— y usa protector solar factor 50 “por si las dudas”.

—La prevención es sexy —me dijo, embadurnándose como si fuera una milanesa a punto de freírse, mientras yo lo observaba con la misma expresión de quien contempla una obra de arte... extraña.

No sé en qué momento dejamos de vernos como errores del pasado y empezamos a parecernos más a.… compañeros de vacaciones. O algo así.

Pasábamos las mañanas en la playa, intentando ganarle al calor con baños infinitos y conversaciones ridículamente profundas a las diez de la mañana.

—¿Crees que todos tenemos un “gran amor”? —preguntó un día, mientras se enterraba hasta la cintura en la arena como si buscara su propio renacimiento.

—Creo que todos tenemos un “gran aprendizaje” que fingimos recordar con cariño.

—¿Así me recuerdas? —dijo mirándome como si la respuesta no fuera la correcta.

—¿Quieres la versión diplomática o la real?

—Sorpréndeme — sus labios cambiaron a una sonrisa acompañada de una mirada con algo entre la paciencia y la autoprotección.

—Fuiste una bonita decepción —dije sin remordimientos.

—Y tú, una cachetada necesaria

No sé qué quiso decir y tampoco pregunté porque presentía que la respuesta estaba más allá de mi entendimiento. Él bajó la mirada y con un poco de resignación agregó:

—Bueno, al menos no fui una decepción desagradable.

Dimos por terminada la conversación, creo que ambos tácitamente decidimos que era lo mejor por el bien de los dos; no era bueno seguir profundizando más sobe le tema.

Por la tarde, exploramos los mercados locales. Me convenció de probar un licor artesanal hecho de Tamarindo, jengibre y sospechosas hierbas flotantes.

—Esto huele a arrepentimiento —le dije, frunciendo la nariz cuando el alcohol me arañó la garganta como si tuviera cuentas pendientes conmigo.

—Y sabe a decisiones mal tomadas.

Brindamos igual. Nos miramos. Y, sincronizados como si el universo nos hubiera dado un libreto, corrimos al primer baño público disponible.

Después se ofreció a peinarme en la playa.

—¿Sabes lo que estás haciendo?

—Absolutamente no. Pero tengo dos hermanas y una madre de cabello rizado. Estoy entrenado en la guerra capilar.

El resultado fue una mezcla entre estilo tribal y peinado de competencia canina. Cuando me miré en el reflejo de su cámara, mi primera reacción fue considerar denunciarlo ante algún consejo de estilismo. Mi segunda reacción fue reírme hasta que las lágrimas saladas me empañaron la vista.

Algo dentro de mí se ablandó. Como si el rencor que aún quedaba de esa versión antigua de él se estuviera derritiendo bajo el sol, con la misma paciencia que el protector solar factor 50 en su rostro.

La noche siguiente, sin planearlo, terminamos en la playa con una botella de ron compartida y muchas ganas de no regresar a nuestras habitaciones.

El cielo estaba lleno de estrellas, el aire tibio, perfumado de sal y algas.

Nos recostamos sobre una toalla y él señaló al cielo.

—Mira, una estrella fugaz.

—Otra más. ¿Será señal? —respondí mirando al cielo y rogando que no fuera una flecha oxidada de mi querido cupido.

—Tal vez.

—Tal vez es una advertencia —,hablé con la convicción de quien ha tenido la experiencia.

—O una segunda oportunidad.

Me miró. No con intensidad romántica de película, sino con honestidad. De esa que no necesita palabras cursis ni grandes promesas.

—No te voy a decir que soy otro hombre, Gio. Solo te diré que esta vez me gusta conocerte sin expectativas.

Y ahí estaba.

Una confesión sencilla, sin drama ni promesas. Una apertura.

Nada de fuegos artificiales. Solo esa paz rara que da estar con alguien que, por primera vez, no quiere conquistarte, sino compartir contigo el silencio sin apurarlo.

Volvimos caminando despacio.

—¿Te imaginas viviendo aquí? —le pregunté.

—Sí. Tendría una tienda de fotos y vendería retratos de turistas con cocos en la cabeza.

—Yo daría talleres de cómo sobrevivir a exnovios con ego inflado.

—Tendríamos el éxito asegurado.

—Y nos volveríamos millonarios.

—Pero en billetes de lotería sin premio.

Reímos. Mucho.

Y esa noche dormí con una sonrisa que no tenía nada que ver con un amor nuevo, sino con la tranquilidad de saber que quizá... esta vez, las cosas podían ser distintas.




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