El Último Deseo de Cupido

✨Capítulo 23 – Sendero, sudor y sinceridad.

(O de cómo un paseo ecológico terminó en confesiones y fango... mucho fango)

Salimos temprano, con botellas de agua, bloqueador solar y una mochila con snacks (que Fabian insistió en llevar como si fuéramos a cruzar el Amazonas y no un sendero de tres kilómetros con señalización cada diez metros).

—¿Lista para la aventura? —dijo, estirando los brazos como guía entusiasta.

—Si no hay serpientes ni exnovias, estoy más que lista.

El camino empezó suave: palmeras, vegetación densa, pájaros exóticos y calor, mucho calor. En diez minutos ya tenía el cabello pegado a la nuca y Fabian juraba que veía visiones.

—¿Eso fue un jaguar o mi conciencia en forma de gato gigante?

—Es tu ego deshidratado, sigue caminando.

La primera hora fue ideal. Charlamos, tomamos fotos absurdas, nos burlamos de los turistas con sandalias de ciudad (¡¿quién hace senderismo en crocs?!), y nos turnamos para espantar mosquitos.

Parecía un paseo romántico de catálogo.

Hasta que...

—¿Ese era el desvío a la cascada? —pregunté, señalando un cartel torcido.

—No, creo que era más adelante.

—¿Seguro?

—Absolutamente.

Spoiler: no lo era.

Fabian, en su optimismo tropical, nos llevó por una ruta secundaria que, según él, "debía ser más interesante".

Spoiler dos: no lo fue.

A los veinte minutos ya no quedaba ni rastro del sendero. Solo vegetación espesa, tierra húmeda bajo los pies, y un zumbido constante de insectos que parecían debatirse entre chuparnos el alma o conformarse con nuestros tobillos.

—Estamos perdidos —murmuré, entre la preocupación y el desconsuelo, mientras me apartaba una hoja pegajosa de la cara.

—No estamos perdidos. Estamos… explorando —respondió Fabián, con esa mezcla de optimismo y negación que lo caracterizaba.

¿Por qué será que los hombres nunca admiten que están perdidos? Todos llevan dentro un boy scout imaginario. Pero no, Fabián estaba más desorientado que yo cuando Waze me dice que: “en 500 metros, dirígete al oriente.”

—Explorando mi paciencia, sí —bufé, apartando otra rama que amenazaba con arañarme la mejilla.

—Confía —dijo él, sin dejar de avanzar con torpeza.

—Confío que esto terminará en noticias locales: “Pareja reaparece tras tres días, oliendo a coco fermentado y cubierta de musgo”.

Y como si el universo quisiera sumarse al drama, en ese instante empezó a llover.

No era una llovizna simpática. Era un aguacero cinematográfico, de esos que te empapan el alma y te hacen replantearte decisiones vitales. Las gotas caían con furia, gruesas, frías, perforando la piel como alfileres. El suelo, antes firme, aunque húmedo, se transformó en una trampa resbaladiza. El aire se saturó con el aroma intenso del barro, la hojarasca podrida y la madera mojada.

Fabián intentó avanzar, pero sus zapatillas no fueron rival para el lodazal. Resbaló. Se tambaleó como en una escena en cámara lenta, los brazos agitados buscando un punto de apoyo… y en un acto desesperado, se aferró a mí.

Caímos como en una coreografía mal ensayada: yo de espaldas, él encima, su rodilla incrustada en mi costado y mi cabello atrapando la mitad del bosque entre hojas, ramas y barro.

Por un instante nos quedamos inmóviles, atónitos, empapados, embarrados y con el orgullo herido. Luego, sin poder evitarlo, estallamos en carcajadas. De esas que nacen del absurdo, del ridículo, del saber que ya nada puede empeorar… y por eso, todo es un poco más soportable.

—Bueno, esto es oficialmente un desastre —dije, con barro hasta la ceja y las piernas temblando del esfuerzo.

Fabián se incorporó apenas, con la ropa pegada al cuerpo y los ojos brillando de risa.

—¿Sabes qué es lo bueno?

—¿Qué?

—Que ahora sí nadie nos va a confundir con influencers de viajes.

Nos reímos tanto, tan alto y sin vergüenza, que por un instante no importaron la ropa empapada ni la caminata fallida, ni el barro en lugares insospechados.

Cuando la risa se nos agotó en suspiros, nos sentamos bajo un árbol, buscando un refugio simbólico más que real. Las hojas, pesadas por la lluvia, apenas filtraban el aguacero. Aun así, nos quedamos allí, como si el mundo se hubiera reducido a ese rincón bajo la copa de un árbol testarudo.

La lluvia seguía cayendo con furia, implacable. El sonido era envolvente, como un telón de fondo líquido, melancólico y persistente.

Fabián apoyó la nuca contra el tronco rugoso y soltó un suspiro largo. Luego tamborileó los dedos sobre la tela empapada de su camiseta, como buscando el ritmo adecuado para algo que le daba vueltas por dentro.

—Gio...

Su voz sonó distinta. Como si la lluvia no solo hubiera barrido el lodo del sendero, sino también el ruido dentro de su cabeza.

—¿Sí?




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