El Último Deseo de Cupido

✨Capítulo 24– Casi.

(O de cómo una noche perfecta se quedó a un beso de convertirse en otra historia)

Después del episodio de barro, selva y confesiones, regresamos al hotel con la dignidad chorreando igual que nuestras zapatillas. Giovanna iba envuelta en una toalla prestada con el logo del resort, cual toga improvisada de una diosa exiliada, y yo usaba la mochila como sombrilla de último recurso.

—¿Qué aprendimos hoy? —preguntó ella al cruzar el lobby, dejando huellas húmedas en el mármol.

—Que jamás debo confiar en tus habilidades de orientación. Y que las ramas en el pelo no son el nuevo accesorio de moda.

—Habla la reina del pareo edición lodo tropical.

Nos miramos. Risas. Esa complicidad que no necesita traducción, que se instala en la mirada y hace hogar en los silencios compartidos.

Esa noche, la isla parecía respirarse. El aire era cálido, cargado de sal y humedad, con ese dulzor vegetal que sube desde la tierra húmeda después de una tormenta. El cielo, aún denso de nubes, dejaba escapar fragmentos de estrellas como si se arrepintiera de haberse enojado.

Ella salió de su habitación con un vestido corto color coral, el cabello suelto y los pies descalzos. No traía maquillaje, ni joyas, ni artificios. Solo una libertad serena que la hacía brillar más que cualquier filtro de Instagram.

—Vamos a la playa —dijo, con esa sonrisa que precede a las ideas imposibles.

—¿Ahora?

—Sí. Tengo la teoría de que el mar de noche cura cosas que el psicólogo tarda años en descubrir.

Y como tantas veces, le seguí sin preguntar.

Caminamos descalzos por el sendero que llevaba a la arena. Ella cargaba sus sandalias en una mano, como si fueran un estorbo; yo alumbraba el camino con una linterna que titilaba como si también estuviera cansada de tanto drama. Evitamos raíces traicioneras y cangrejos kamikazes hasta que la playa se abrió ante nosotros, amplia, silenciosa y plateada por la luz de la luna que por fin se atrevía a salir.

Nos sentamos cerca de la orilla, lo bastante cerca para que el agua nos rozara los pies con cada ola, como si el mar también quisiera participar de la conversación.

Ella se abrazó las rodillas, los ojos fijos en el horizonte. El cabello, aún húmedo por la ducha, le caía en ondas sobre los hombros.

—¿Sabes qué pensé hoy cuando dijiste que estuviste enamorado de mí? —preguntó de pronto, sin mirarme.

—¿Que soy un drama king?

Ella sonrió, apenas.

—No. Que en ese entonces no me habría servido. Yo no estaba lista para alguien que me viera de verdad.

Silencio. Solo el murmullo constante del mar, y la música lejana que escapaba del bar del hotel, como un eco dulce de otra vida.

Yo giraba la linterna sobre la arena, dibujando círculos, estrellas, líneas sin sentido. Como si intentara darle espacio a las palabras que ella dijo, para que se asentaran sin romperse.

—Y ahora... ¿sí lo estás? —pregunté, sintiendo cómo el aire se volvía más denso, más frágil.

Ella giró lentamente hacia mí. Por un segundo, me pareció que el mundo entero estaba contenido en sus ojos: pasado, presente y algo que todavía no sabíamos nombrar.

—No lo sé —dijo, con la voz apenas un susurro, como si confesara un secreto al viento—. Pero me gusta cómo me haces reír. Me gusta no sentirme obligada a ser nada. Me gusta que no estés intentando salvarme, ni seducirme, ni convencerme de quedarme.

Había algo en su tono que me dejó sin aire. No por lo que faltaba, sino por todo lo que ya estaba ahí.

Me acerqué un poco. Ella no se alejó.

Y por primera vez desde que llegamos a la isla, el silencio entre nosotros no fue cómodo.

Fue eléctrico.

Una corriente sutil, punzante, latiendo en el espacio mínimo entre su respiración y la mía. En sus labios entreabiertos. En la forma en que sus dedos rozaban la arena, como si dudaran entre avanzar o quedarse quietos.

La linterna parpadeó una última vez y murió.

Pero ya no importaba.

Tragué saliva. Gio tamborileaba los dedos sobre la arena, como si intentara disipar el cosquilleo que le subía por la piel. El mar, tranquilo y oscuro, parecía contener el aliento con nosotros.

—Gio… —murmuré.

—Fabián… —susurró ella.

Nos miramos. De ese modo en que dos personas se miran justo antes de besarse. Lento. Inminente. Como si todo el universo se replegara para dejarnos solos en ese instante.

Nos inclinamos. Un suspiro compartido. Una pausa expectante. Y entonces…

—¡AAAAAY! ¡UNA MEDUSA! —gritó una mujer más allá, en la orilla.

Luces encendiéndose de golpe. Gritos. El guardia de seguridad corriendo con una linterna. Un niño llorando como si hubieran electrocutado a su flotador.

Parpadee, como si alguien me hubiera desconectado el alma con un interruptor. Gio se estremeció, en su sobresalto.

Y nuestro momento… se evaporó como la bruma cuando sale el sol.




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