(O de cómo una noche con “amigos” terminó complicando lo que no estaba tan claro)
La invitación llegó esa misma tarde: el hotel organizaba una fiesta en la playa, con música en vivo, fogata y una promesa generosa de ron.
—¿Vamos? —preguntó Fabián, con esa sonrisa suya que parecía decir “confía en mí esta vez, lo juro”
—¿Por qué no? —respondí, recordando lo mucho que necesitaba salir de la burbuja climatizada del hotel y meterme en el mundo real… o al menos, en una versión iluminada con guirnaldas y alcohol libre.
La playa estaba viva. Luces colgantes cruzaban el cielo como luciérnagas domesticadas, risas retumbaban entre las palmeras, y un aroma a sal, brisa y madera quemada nos envolvía como una invitación sin condiciones.
Fabián me presentó a varias personas: una pareja que parecía salida directamente de un reality de cocina con tensión sexual no resuelta, un músico local que no dejaba de lanzarme miradas que decían más de la cuenta, sus amigos que según él estaban trabajando con él (trabajar en una silla frente al mar y un coco en la mano: el trabajo soñado) y una mujer con ojos brillantes y sonrisa afilada que me provocó una punzada incómoda en el estómago.
“Pero qué casualidad”, pensé, “aquí vamos de nuevo, para no perder la costumbre.”
—¿La conoces? —le susurré a Fabián, apenas vi que ella venía directa hacia nosotros como una ola que ya sabes que te va a revolcar.
—Sí —dijo, apretando la mandíbula un segundo—. Es Camila. Una amiga de la universidad.
Mientras él intentaba explicarme algo más sobre ella, Camila ya estaba frente a nosotros, vestida de blanco, copa en mano, y con una sonrisa que no sabía si era de bienvenida o de Guerra Fría.
—¡Fabián! —dijo con voz alta y pulida, de esas que intentan sonar cálidas, pero tienen filo—. Hace siglos que no te veía. ¿Qué tal todo?
—Bien, gracias —respondió él, con esa rigidez de quien acaba de sentir la tensión colarse bajo la piel como una corriente fría.
La música subió justo a tiempo, y el ron empezó a hacer su trabajo: las risas se volvieron más sonoras, las conversaciones más atrevidas, y la noche más suelta en todos los sentidos. Fabián y yo nos movíamos en círculos, a veces juntos, a veces hablando con otros, pero siempre lanzándonos miradas cómplices, como si compartiéramos un idioma secreto que solo los dos entendíamos.
Hasta que Camila volvió a aparecer.
Con una copa en la mano y esa misma sonrisa en los labios, se plantó a mi lado.
—Sabes —dijo, mirando mi vestido con más interés del necesario—, Fabián me ha contado cosas sobre ti…
—¿Ah, sí? —respondí, levantando una ceja y apoyando el peso en una pierna, lista para lo que fuera.
Fabián inhaló profundo. No lo suficiente como para parecer dramático, pero sí lo suficiente como para que yo lo notara. Como quien sabe que se viene tormenta, pero ya está en la playa sin paraguas.
—Sí —continuó ella, girando la copa en la mano como si estuviera mezclando el veneno—. A veces es fácil olvidar el pasado cuando hay luces encendidas y el ron suaviza las verdades.
El silencio entre nosotras fue tan denso como el calor de la fogata.
Hubo miradas. Susurros. El tipo de tensión que se nota, aunque no se diga. Sentí un calor extraño, uno que no venía del alcohol ni del fuego, sino de una mezcla incómoda de celos, sospecha… y algo parecido a protección. No hacia mí, sino desde mí. Como si tuviera que cuidar lo que se estaba construyendo con Fabián.
Él se quedó a mi lado, firme. Incómodo, sí, pero sin moverse. Eso fue suficiente para no correr.
La música cambió de golpe. Las luces bajaron. Una pareja se deslizó hacia el centro, junto a la fogata, y comenzó a bailar lento. El ritmo era suave, meloso. Una canción antigua de esas que hacen que incluso los recuerdos quieran levantarse a bailar.
Vi cómo la mirada de Fabián se posaba en mí. Quieta. Inquieta. Esperando algo.
Camila se alejó, arrastrando su perfume fuerte y su estela de tensión.
Me quedé allí, respirando hondo. Sintiendo que algo se había agrietado. No en nosotros. En mí.
Y en esa grieta, tal vez, cabía una decisión.
Fabián tomó mi mano sin avisar. Su pulgar rozó el dorso de la mía, un gesto leve, casi involuntario, como si necesitara asegurarse de que yo seguía ahí. Presente. Con él.
—¿Quieres bailar? —preguntó.
—¿Aquí? ¿Con todo este circo de fondo?
—Sí. Por qué no.
Nos movimos torpemente entre la arena, riendo, porque ninguno de los dos sabía bailar de verdad. Éramos un par de cuerpos con ritmo errático, guiados más por las miradas que por la música. Pero el roce de sus manos, la forma en que se inclinó un poco más cerca sin pensarlo, y su aliento tibio rozando mi cuello, me hicieron olvidar —por un rato— a Camila, al pasado, y a todos los fantasmas que insisten en aparecer cuando las luces bajan.
Por un instante, el mundo se encogió. La fiesta se volvió un eco lejano, las voces se diluyeron, y solo quedó el murmullo rítmico del mar marcando el compás. Éramos dos siluetas bailando en la orilla, sin técnica, sin destino, pero con una cercanía que hablaba sin necesidad de más.
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Editado: 03.09.2025