El Último Deseo de Cupido

✨ Capítulo 26: Manual para no arruinarlo (otra vez)

¿Existe un instante preciso en el que sabes que podrías besarla?

Tal vez no. Tal vez es más como una acumulación de pequeños momentos: una mirada sostenida, una frase que se queda flotando en el aire, el roce accidental de dos manos, el silencio que no incomoda. O tal vez es simplemente cuando el universo decide que sí… y luego se arrepiente.

Estaba sentado en la playa, con los pies enterrados en la arena tibia, mientras el sol comenzaba a despedirse con dramatismo. El cielo se pintaba de tonos naranja, rosa y violeta, como si alguien hubiera derramado una paleta de acuarelas sobre el horizonte. La brisa salada me acariciaba el rostro, y el sonido de las olas era lo único que parecía tener sentido en ese momento.

Giovanna había ido al baño. Tenía esa forma de caminar despreocupada, como si el mundo fuera un lugar seguro y ella lo supiera. En su ausencia, intenté organizar el revoltijo emocional que me provocaba. Me gusta. Me gusta desde siempre, creo. Aunque lo haya negado con la misma convicción con la que uno niega que aún le duele su ex Y esa certeza me abruma.

No por el hecho de sentir algo por ella, sino porque los romances junto al mar tienen la fragilidad de las olas: crecen con fuerza, rugen con intensidad, pero inevitablemente se desvanecen en la orilla, como si nunca hubieran existido.

Y ahora que está aquí, frente al mar, con ese vestido blanco que se mueve como espuma, me siento como un adolescente en pleno colapso hormonal.

Ella está de vacaciones. Yo, en una mezcla extraña de trabajo y descanso. No quiero entusiasmarme. No quiero construir castillos en la arena que el viento se lleve antes de que termine la semana.

—Tienes cara de quien quiere arreglar el mundo —dijo al regresar, dejándose caer a mi lado con una sonrisa traviesa y el cabello aún revuelto por el viento.

Me sobresalté. ¿Podía leerme la mente? ¿Tenía poderes psíquicos? ¿Era una bruja buena, como en esas series donde todos tienen abdominales y problemas emocionales?

—Lo intento, pero es más complicado de lo que parece —respondí, girándome hacia ella, acortando la distancia entre nosotros como quien se acerca a una fogata sin saber si va a calentarse o quemarse.

Ella arqueó una ceja, divertida.

—A veces basta con arreglar el propio —murmuró, mirando al mar como si esperara que le respondiera.

La brisa nos despeinaba con ternura, y el sonido de las olas se volvió cómplice, en una sinfonía íntima, como si el océano conspirara a favor de mis deseos. El momento tenía esa textura suave de las escenas que uno recuerda con nostalgia, incluso antes de que terminen.

—Entonces debería resolver uno de mis conflictos ahora mismo —dije, con una mezcla de valentía y torpeza.

Ella giró hacia mí. Sus ojos se encontraron con los míos, y por un segundo, el mundo se volvió silencioso. No había turistas, ni niños gritando. Solo nosotros. Y el aire, que parecía contener la respiración.

Me incliné hacia ella, guiado por una fuerza invisible, como si el universo hubiera decidido que ese era el momento. Sentí el calor de su aliento, el leve temblor de anticipación... el calor de su piel, el aroma a coco de su protector solar, el leve temblor de anticipación. Estábamos a milímetros de un beso que prometía ser perfecto.

Y entonces, como si el universo hubiera decidido que ya era suficiente romanticismo por hoy, un grito desgarrador rompió el hechizo:

—¡UNA MEDUSA ME ATACÓ! ¡AUXILIOOOOO!

El grito fue tan estridente que los pájaros salieron volando. En cuestión de segundos, la playa se llenó de gente. ¿De dónde habían salido? ¿Estaban escondidos bajo la arena como criaturas mitológicas esperando el momento de arruinar mi escena romántica?

El instante perfecto, digno de una novela, se evaporó como espuma. Fin de la escena. Fin de mi impulso. Y fin, por ahora, de cualquier posibilidad de beso.

Una señora con sombrero gigante corría con una botella de agua. Un niño lloraba porque pensaba que la medusa era un monstruo. Un hombre gritaba “¡llamen a emergencias!” mientras sacaba fotos con su celular.

Giovanna y yo nos miramos, incrédulos. El momento perfecto se había evaporado como una burbuja. Fin de la escena. Fin del impulso. Fin del beso que nunca fue.

—Bueno… —dije, rascándome la nuca—. Al menos no fue un tiburón.

Ella soltó una carcajada. No una risa educada, sino una de esas que salen del estómago y contagian.

—Definitivamente, este será un recuerdo inolvidable —dijo, limpiándose una lágrima de risa.

Y como si lo anterior no hubiera sido suficiente —la medusa, el grito, la estampida humana— una nube gris, solitaria y decidida, surcó el cielo como un villano de caricatura y, sin pedir permiso, descargó su contenido justo sobre nosotros. La lluvia cayó con furia tropical, salpicando la arena, empapando las toallas, y obligándonos a correr como personajes de una comedia mal coreografiada.

Giovanna se despidió con un “hasta mañana” que sonó más a promesa que a cortesía. Yo me fui con mi suerte mojada, el corazón en pausa y el recuerdo de un beso que no fue, ardiendo como una quemadura invisible.

No lo digo con dramatismo. Lo digo como quien intentó agarrar algo que brillaba demasiado y terminó con las manos chamuscadas. No por imprudente, sino por esperanzado.




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