(O de cómo un comentario malinterpretado puede abrir heridas que ya estaban supurando)
La mañana después de la fiesta tenía sabor a sal, ron y orgullo mal digerido.
Yo desperté con la boca seca y la cabeza llena de frases repetidas.
“Cuidado con lo que crees que conoces...”
“No dejes que nadie te haga dudar...”
Y, sin embargo, la duda había llegado para quedarse. No por lo que dijo Camila, sino porque algo en Fabián también se había cerrado anoche. Lo noté.
Cuando nos cruzamos en el desayuno, él estaba con su camisa abierta y ese aire de todo está bien que usa como escudo.
—¿Dormiste bien? —preguntó, sonriendo con la taza de café en la mano.
—Sí. Aunque tuve sueños raros. Con medusas, fuego y gente que habla en acertijos.
—Pasa cuando mezclas mojitos con drama tropical.
Reí. Pero algo en mí ya estaba cargado.
—¿Quién era ella? —pregunté, cortando la fruta con más fuerza de la necesaria.
—¿Camila?
—Ajá.
—Fue algo muy breve, hace mucho. Nada serio. Y no terminó mal... pero tampoco bien. Creo que a veces las personas no saben cómo irse sin dejar algo detrás. Como un anzuelo sin hilo. Una forma de decir "yo estuve aquí".
—Y tú... ¿lo superaste?
Lo dijo con calma, pero sus ojos se endurecieron un segundo.
—Porque pareciera que aún tiene algo contigo. Y tú con ella.
Él dejó la taza.
—¿De verdad crees que estaría aquí contigo si estuviera con alguien más?
Me encogí de hombros.
—No lo sé, Fabián. A veces uno está con alguien sin estar, y tú eres muy bueno en eso.
Silencio. Ese tipo que corta el aire en lonjas gruesas.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, más serio ahora.
—Que nunca sé si estás jugando o hablando en serio. Si me miras porque te gusto o porque te divierte ver cómo me confundo.
Y ahí lo vi. El gesto. Ese rictus en su boca que aparecía cuando algo le dolía.
—Yo no juego contigo, Giovanna.
—¿No? ¿Y entonces qué fue lo de anoche? ¿Por qué te alejaste después de que hablamos con ella?
—Porque me sentí observado. Juzgado. Y porque tengo miedo, ¿ok?
Eso no lo vi venir.
—¿Miedo de qué? —pregunté, más suave.
—De arruinar esto. De volver a enamorarme de alguien que no está lista. De volver a quedarme con las manos vacías.
Me quedé callada.
Porque su miedo era el espejo exacto del mío.
Porque tenía razón.
Porque yo tampoco sabía si estaba lista.
—No soy buena con esto, Fabián. Tengo armaduras. Traumas con nombre y apellido.
—Yo también —respondió, con esa quietud que no es pasividad, sino respeto—. Pero por ti me las quito… si tú también lo haces.
Nos miramos.
No como quien busca respuestas, sino como quien ya las conoce y apenas se atreve a sostenerlas.
Y esta vez no hubo beso.
Hubo algo más difícil.
Honestidad.
De la que se dice entre líneas. Con los ojos, con el cuerpo tenso pero quieto.
Con el corazón latiendo fuerte, pero sin dar un paso atrás.
—¿Vamos a nadar? —preguntó él, como si ese fuera el idioma que le quedaba.
—Sí. Pero sin metáforas esta vez.
—Prometido. Solo agua salada… y dos almas intentando no hundirse.
Y salimos. No como antes, sino con una grieta menos.
Y una verdad más.
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Editado: 03.09.2025