(O de cómo un camino mal calculado puede acercar corazones confundidos)
El sol de la tarde estaba perfecto para caminar. No abrasador, no tímido.
Ese punto exacto en que la luz te acaricia sin quemar, y el cuerpo se anima a seguir senderos sin mirar el reloj.
Fabián apareció con la mochila al hombro y una sonrisa ladeada, de esas que no sabes si invitan a una aventura... o a un problema.
—Hay una ruta hacia el mirador de las gaviotas. Son como tres kilómetros. ¿Te animas?
—¿Solo tres? ¿En línea recta o versión “esto se pone interesante después del segundo kilómetro”?
—Confía en mí.
—Esa frase debería estar prohibida. Pero vamos.
El sendero comenzó fácil.
Arena, piedritas sueltas, palmas que danzaban con el viento como si lo hubieran ensayado para nosotros.
Hablábamos de tonterías: películas malas, gente que camina como si tuviera un soundtrack propio, el extraño y reconfortante placer de comer pan con mantequilla cuando uno está triste.
—¿Sabías que en la universidad me decían “el mapa”? —dijo Fabián, con tono de revelación inútil.
—¿Por ser difícil de entender?
—Por perderme siempre.
—¡Fabián!
—Tranquila, esta vez vine preparado.
Sacó su celular, mostró la ruta con orgullo, y sonrió como si acabara de inventar el GPS.
Y seguimos.
Treinta minutos después, la ruta empezó a inclinarse. Luego desaparecieron las señales. Y luego, por supuesto, el bendito celular se quedó sin señal.
—No puede ser —murmuré, sintiendo cómo mi ceja izquierda ascendía peligrosamente.
—Puede ser. Lo es. Pero no entres en pánico.
—No estoy en pánico. Estoy en modo “te mato en cuanto regresemos”.
Intentamos retroceder, pero el camino ya no era el mismo. Las ramas parecían otras, los árboles nos miraban como si supieran que íbamos a terminar así.
Nos sentamos en una roca, jadeando.
—¿Ves eso allá? —dijo Fabián, señalando una colina lejana.
—No.
—Yo tampoco. Solo trataba de distraerte.
Lo miré.
Y no supe si reír o llorar. Elegí reír. Total, llorar no resolvía nada y además me arruinaba el poco rímel que quedaba.
—¿Sabes? Esto me recuerda a mi vida sentimental —dije—. Arranca bien, parece claro, y de pronto estás en medio de la nada, sin señal ni brújula.
—Pero con alguien que te cae bien.
—A veces.
—Ay, qué cruel.
Y ahí, en medio de la nada, con la humedad pegándonos a la piel y los mosquitos planeando una orgía en nuestras pantorrillas, nos reímos.
Como dos adolescentes atrapados en una película indie de bajo presupuesto, pero con buena banda sonora.
Cuando la luz empezó a bajar, encontramos una cabaña.
Pequeña, vieja, pero firme.
Como si alguien la hubiera dejado ahí para idiotas como nosotros.
Un milagro con techo de zinc y olor a madera húmeda.
Entramos.
Había una mesa, dos sillas, un catre y el tipo de silencio que uno solo escucha lejos del mundo.
—¿Una noche juntos en medio del bosque tropical? —preguntó Fabián, con esa ceja cómplice que siempre le aparece cuando está pensando algo que no debe.
—Ni se te ocurra intentar nada —advertí—. Tengo sueño, hambre y la paciencia de una víbora.
Se río.
—Perfecto. Justo mi tipo.
La cabaña era un horno tropical con paredes.
No tenía electricidad.
Tampoco ventilación.
Ni señal.
Ni nada.
—Podemos dormir turnados. Uno en la silla, otro en el catre... luego cambiamos.
—¿Como presos elegantes?
—Exacto. Solo que sin juicio justo y con menos glamour.
No había comida.
Ni agua potable.
Ni una linterna decente. Solo la luz opaca del celular de Fabián, que se apagó tras un último suspiro de batería.
La oscuridad cayó sobre nosotros como una manta gruesa, caliente e incómoda.
Me senté en la silla de madera, con las piernas cruzadas y el sudor pegándome la ropa como si fuera parte de mí. Fabián se sentó en el suelo, apoyado contra la pared.
—Tengo hambre —murmuré, sintiendo mi estómago protestar.
—Tengo ganas de pasta con albóndigas.
—Yo de papas fritas y un gin tonic bien frío.
—Estás describiendo el paraíso.
—Estoy describiendo la vida antes de esto.
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Editado: 03.09.2025