(O de cómo una madrugada en silencio puede ser más ruidosa que una fiesta)
El sol aún no había salido del todo.
Lo sé porque la habitación seguía en penumbra, con ese azul pálido que se cuela por las cortinas cuando el día apenas se atreve a empezar.
Es un color tímido, como si el cielo estuviera dudando, si vale la pena iluminar el mundo hoy.
Afuera, el mar respiraba. No rugía, no cantaba. Respiraba, como si estuviera vivo, como si supiera lo que me pasa y decidiera no hacer ruido por respeto.
Me quedé acostada. No por flojera; por miedo. Porque abrir los ojos del todo significaba enfrentar lo que sentí anoche, y yo no estaba lista para eso.
No era la resaca. Lo juro. Era otra cosa.
Una especie de nudo en el pecho que no se deshace con agua ni con aspirinas. Una presión suave pero persistente, como si alguien hubiera dejado una piedra emocional justo encima de mi corazón.
Era esa sensación de estar justo en medio: entre el deseo y el miedo, entre el impulso de avanzar y la necesidad absurda de retroceder… por si acaso.
Por si me equivoco. Por si me rompo. Por si esta vez también termina mal.
“¿Qué fue eso de anoche?”, me pregunté, sin esperar respuesta.
El brindis, las miradas. Esa casi-conversación con Fabián que no fue nada y lo fue todo. Cuando me preguntó si “estábamos juntos”, lo hizo sin presión, sin promesas. Pero había algo en su tono. Algo que me hizo temblar por dentro. Como si sus palabras vinieran con una llave que yo no sabía si quería usar.
Y yo… yo no supe qué decir. O no quise.
Porque decir “sí” era admitir que me importa. Y admitir que me importa es arriesgarme. Y yo soy pésima arriesgando. Tengo un doctorado en evasión emocional y una maestría en sarcasmo defensivo.
Me levanté despacio. Como si el cuerpo también dudara. Caminé hasta el balcón y me dejé caer en la silla de mimbre. El aire salado me quemó el pecho. No literalmente, pero sí como si me recordara que estoy viva. Y que sentir… también duele.
“¿Vale la pena?” Era la pregunta trampa en esta ocasión.
Volver a sentir mariposas. Volver a dejar que alguien me vea sin el disfraz de mujer sarcástica y controladora. Volver a desear que un “buenos días” no venga solo con café, sino con intención.
Fabián no es perfecto. Tiene sus silencios incómodos, su forma burlona de esquivar lo emocional. Ese aire de tipo despreocupado que a veces parece desinterés. Pero también… también me escucha. No solo lo que digo, sino también lo que no digo. Y eso, en mi historial de relaciones, ya es como descubrir una civilización perdida.
Me quedé ahí, mirando el mar por la ventana. Sin moverme, sin decidir. Porque, a veces, quedarse quieta es lo más honesto que puedo hacer.
“Pero ¿y si no me equivoco otra vez? “— ese pensamiento tuvo que ser culpa de alguna neurona borracha.
“¿Y si me dejo llevar y luego termina como siempre?” —este sí es de una neurona cuerda y leal, de esas que me han salvado de más de una catástrofe romántica.
Una brisa voló un mechón de cabello sobre la cara. Lo aparté con suavidad y me reí sola.
—Giovanna, ya pareces una telenovela —me reprendí en voz alta.
A veces, mis pensamientos eran tan intensos que parecía tener dentro un consejo de redacción de novela rosa.
Pero no podía evitarlo. Después de todo lo vivido… confiar en alguien parecía tan exótico como casarse en la luna.
Y, sin embargo… Ahí estaba.
Pensando en Fabián antes de que el sol saliera.
En su sonrisa ladead, en cómo la había mirado anoche. En lo que no dijeron, pero se sintió como una promesa.
“Quizás no necesito una decisión hoy.”
“Tal vez solo necesito dejar de huir.”
Levanté la mirada.
El mar brillaba ahora con los primeros rayos del sol.
Todo se pintaba de dorado, como si el mundo intentara convencerme de que aún había tiempo.
De que aún había algo por decidir.
Entonces, como una bofetada discreta, un anuncio del hotel se deslizó por debajo de la puerta:
“Estimados huéspedes, les recordamos que el transporte de regreso al aeropuerto saldrá mañana a las 9:00 a. m. Agradecemos por elegirnos. ¡Hasta pronto!”
Lo leí tres veces. El papel no tenía letra cursiva, pero igual parecía burlón.
Como si dijera: “Fue lindo mientras duró. Ahora, a lo tuyo.”
Me senté en la cama con esa sensación de vacío familiar.
Ese hueco que se forma justo antes de que algo se termine.
Último día. Y después, la vida real. El ruido, los correos, las reuniones.
El silencio sin brisa marina. Y lo más difícil: no ver a Fabián cada mañana mientras se quejaba del café aguado del hotel con su típica cara de mártir cómico.
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Editado: 03.09.2025