(O de cómo las palabras se fueron con las olas del mar)
Anoche, en la cena, no hubo brindis ni frases grandilocuentes. Solo miradas cruzadas entre cucharadas de risotto y conversaciones que se entrelazaban sin tocarse del todo. Ella me pasó la sal. Me rozó la mano. Yo no la retiré. Pero tampoco dije nada.
Parecía que los dos sabíamos que el reloj estaba sonando. Que algo se estaba acabando o empezando, no sé. Pero ninguno quiso ser el primero en señalarlo. Como si nombrarlo lo hiciera real. Como si decirlo en voz alta lo volviera irreversible.
El último día tuvo ese sabor a domingo melancólico. Caminamos por la playa en silencio. No incómodo. Más bien ese silencio que se siente como compañía. Nos tomamos una foto frente a una palmera torcida. Improvisada, sin poses. La guardé como si fuera un amuleto. Como si pudiera protegerme de lo que viene después.
Reímos cuando el viento casi le voló la gorra directo al mar. La atrapé en el aire, y por un segundo, todo pareció fácil. Como si el universo nos diera una tregua.
No hubo confesiones.
No hubo propuestas.
No hubo promesas.
Esa noche, cuando nos despedimos en el pasillo del hotel, fue con un “nos vemos” que sonó más a “gracias por no romperme esta vez” que a un simple adiós.
La mañana después de la fiesta tenía sabor a sal, a silencio, y a algo que no sé cómo nombrar. No era resaca. Era otra cosa. Como si el cuerpo estuviera bien, pero el corazón tuviera agujetas. Como si hubiera corrido una maratón emocional sin darme cuenta.
Me desperté antes que el sol. La habitación estaba envuelta en ese azul pálido que parece pedir permiso para volverse de día. Afuera, el mar seguía ahí. Respirando. Como siempre. Como si no le importara que todo estuviera por terminar.
Me quedé acostado un rato, escuchando el rumor de las olas y el eco de las risas de anoche. Santiago gritando brindis absurdos. Giovanna riéndose bajito. Yo fingiendo que todo era normal.
Pero no lo era.
Ella no dijo nada cuando le pasé la sal. No retiró la mano. No hizo ningún gesto. Y; sin embargo, sentí que algo se movía. Como si ese roce fuera más honesto que cualquier conversación que no tuvimos.
Me levanté despacio. No por cansancio. Por miedo a que el día empezara sin ella.
En el desayuno, hablamos poco. Ella pidió fruta. Yo, café. El mismo café aguado que me había quejado toda la semana. Esta vez no dije nada. Porque ella estaba ahí. Y eso hacía que hasta el café tuviera sentido.
El papel del hotel apareció como una sentencia:
“Transporte al aeropuerto: 9:00 a. m. Gracias por elegirnos.”
Lo leí sin leerlo. Como si ignorarlo pudiera retrasar lo inevitable.
En el trayecto al aeropuerto, ella se sentó dos filas más adelante. Yo la miré de reojo. No por curiosidad. Por necesidad. Como si verla fuera una forma de quedarme un poco más.
Pensé en decirle algo. Algo que empezara con “¿y sí…”
Pero no lo hice.
Porque no sabía si ella quería escucharlo.
Porque no sabía si yo quería arriesgarme.
Cuando nos despedimos, fue con un “nos vemos” que sonó a “no sé cómo decir que te voy a extrañar.” Ella sonrió. Yo también. Pero fue esa sonrisa incómoda que se da cuando uno no quiere llorar en público.
La vi alejarse. Con su mochila al hombro y ese paso firme que siempre me pareció admirable. Me quedé ahí, con la gorra en la mano y el corazón en pausa.
No hubo promesas.
No hubo confesiones.
Solo esa sensación de que algo había empezado justo cuando tenía que terminar.
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Editado: 03.09.2025